PISAMOS por primera vez estos pagos tinerfeños en las postrimerías del Cuatrocientos, cuando Alonso Fernández de Lugo y de las Casas, Adelantado Mayor de las Islas Canarias (1493), trajo consigo a frailes de san Francisco -quizás del convento de su ciudad natal, Sanlúcar de Barrameda (Cádiz), fundado por su linaje en 1443- que ungieran el embate feroz de la soldadesca y pusieran alivio al penar del nativo. Conquistada la isla de Tenerife (1494-1496) y señaladas las tierras y aguas concejiles, los primeros frailes se asentaron en la pendiente del cerro El Bronco, distante de la entonces Villa de San Cristóbal de la Laguna, donde en 1500 les señalaron tierras para levantar un convento. Como el asentamiento elegido no era apto por estar en la pendiente de un cerro, se convino un trueque con el colonizador Antón Martín Sardo para que les cediera su huerta en llano, dando principio a la obra el año 1506.

La pobreza de los frailes y la escasez de limosnas obligaron a que la casa no estuviese acabada hasta 1580, bajo la guía del maestro alarife Francisco de Heras. La iglesia era de la misma época y llegó a tener tres naves y varias capillas, destacando la capilla Mayor, labrada de cantería. Durante el siglo XVII este convento de obediencia observante, lastrado por inundaciones y otras catástrofes naturales, sufrió importantes remodelaciones; así en 1726 hubo que rehacer el claustro y otras dependencias. El colmo de sus desgracias llegó la noche del 28 de julio de 1820 con el incendio que asoló los edificios. Un año después, el P. Antonio Tejera acometió la restauración, legándonos el actual Santuario, una pieza que dada su provisionalidad no parece que corresponda al tesoro que guarda.

El Cristo más hermoso

Si todo el conjunto arquitectónico, incautado en la desamortización de 1835, resulta clamorosamente pobre, no diremos lo mismo de la bendita imagen del Santísimo Cristo, obra del gótico tardío flamenco-brabazón, esculpido hacia 1514 en roble de Flandes por la gubia de Luis van der Vule, según el dictamen documentado del catedrático de Historia del Arte D. Francisco Galante Gómez, sobre otras atribuciones precedentes. El rostro bruno y apacible de este crucifijo es conmovedor, hasta el punto de convertirse en el mayor tesoro espiritual de la diócesis Nivariense y la joya más vetusta y preciosa de todo el archipiélago. Ahora bien, aunque recientemente fuera hallado su autor merced a las inscripciones del paño de pureza, seguimos sin saber la fecha en que se trajo a la ciudad. Empero, si salió de un taller de Amberes y recaló en Sanlúcar de Barrameda para ser venerado por la hermanad de la Vera Cruz, primero en la ermita-hospital de San Sebastián y, desde 1575, en su propia iglesia, no es descabellado pensar que fuese la casa ducal de Medina Sidonia (quizás D. Juan Alonso Pérez de Guzmán y Zúñiga [1503-1558]) quien promovió la dádiva, cuando ya había aportado dinero y personal a las mesnadas del conquistador. Hay quien supone que ocurrió en 1520, años antes de que el Adelantado fuera envenenado por sus propios hijos; aunque es difícil que se trajese la imagen si la iglesia aún no se había acabado. ¿No sería en la permuta o cambio de sede de la hermandad sanluqueña, el año 1620, promovida asimismo por los Medina Sidonia?

Venerable Esclavitud

A iniciativa del P. Juan de San Francisco, custodio de Tenerife y capellán perpetuo del Cristo, el 6 de septiembre de 1659 dio principio la Venerable Esclavitud, con treinta y tres varones de lo más granado de la sociedad lagunera, que luego pasaron a setenta y dos (1884) y finalmente a un cupo indefinido de esclavos (1889). Nació sujeta a la Orden mediante el hermano compañero del Mayordomo, el fraile más grave después del prelado o guardián, miembro nato de la Junta, y tuvo como principal cometido el acompañamiento procesional de la sagrada imagen en la madrugada del Viernes Santo, así como la asistencia a los oficios de la Exaltación de la Santa Cruz de septiembre, cuyos festejos religiosos y populares tendrían a su cargo hasta el año 1930.

Esta Venerable Esclavitud, hoy también Real (1906) y Pontificia (1908), que había reclamado y defendido como propios las alhajas y enseres de la iglesia conventual después de expulsados los frailes, fue la encargada de realojarlos el año 1917 tras los noventa y dos años de exclaustración. Oyendo el clamor de nuestras órdenes terceras en el archipiélago canario y de otras personas devotas, el ministro provincial P. Bernardino Puig i Sala (1870-1949) obtuvo las licencias y facultades pertinentes del Obispado, la Santa Sede y la Orden para establecer convento en el Santuario del Santísimo Cristo, recibiendo de la Esclavitud la iglesia, casa, huerta y enseres pertenecientes al Cristo, en la persona del notable P. Alberto Martínez de Itardua y López (1871-1931), delegado de los franciscanos de la Provincia Bética. La restitución, como indica el historiador Buenaventura Bonnet Reverón, tuvo lugar el 10 de agosto de 1917 en las condiciones acordadas.

La hora del adiós

Transcurridos otros noventa y tres años, los frailes de San Francisco dejan el cuidado pastoral del Santuario en unas magníficas condiciones de fervor popular y fama. Es el tercer intento después de unos avisos en los años 40 y 80 de siglo pasado. La obligada remodelación de sus fundaciones en toda España y la precariedad de la residencia, con sus limitaciones y cargas, son las que aconsejaron al Capítulo provincial celebrado en abril de los corrientes a urgir al Definitorio o Consejo provincial a levantar, guardados todos los requisitos, el citado convento San Miguel de las Victorias. Así se ha decretado en el Congreso poscapitular celebrado los días 15 y 16 del pasado junio, aunque permanecemos en Santa Cruz de Tenerife y en la parroquia de La Cuesta.

Al volver la vista atrás sin nostalgias ni acrimonias, una historia cargada de fulgores (y algunos claroscuros) se cierra para siempre a la vista de esta generación. En las retinas y oídos de los frailes perviven la generosa piedad y el cariño lagunero; en los anales de la ciudad, acaso el nombre, la obra o el verbo encendido de quienes fueron sus rectores durante décadas; en el corazón del pueblo fiel, quizás aquella figura humilde, sin nombre conocido, del confesor, del sacristán, del portero… Del Cristo se van los frailes de San Francisco, queden ustedes con Dios.