CUENTA André Maurois, por boca del inefable doctor O''Grady, que el obispo de Broadfield había dictado una pastoral con el siguiente texto: "Las rogativas por las lluvias no podrán celebrarse esta mañana, por estar muy alto el barómetro".

Me vino a la memoria este ejemplo de pragmatismo británico al ver en la televisión el llanto desconsolado de los costaleros de la Semana Santa sevillana ante las tradicionales lluvias de abril. A lo mejor tenía razón el obispo y Dios prefiere dedicarse a las cuestiones espirituales en vez de meterse en berenjenales meteorológicos, o, viendo lo mal que anda el orbe, tal vez estuviera ocupado en otros menesteres (Dios, no el obispo). Sea como fuere, y teniendo en cuenta que muchas de las imágenes religiosas son auténticas obras de arte, quizás no sería mala idea preparar unas réplicas que pudieran exponerse a las inclemencias del tiempo en lugar de las originales. A fin de cuentas, una imagen es solo una imagen, y no creo que al buen Jesús (por poner un ejemplo) le importase demasiado. Tal vez, barrunto yo, sí tuviera algo que decir sobre nuestro desagradable empeño de representarlo en la cruz. Extraer de la tortura un mensaje de amor se me antoja algo complicado. Ya lo escribió Machado: "¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en el mar!".

Pero a lo que vamos. Si la devoción religiosa se demuestra paseando a hombros un pesado armatoste con una imagen encima (es un método como cualquier otro), ¿por qué privarse? Si la Aemet pronostica buen tiempo: imagen original vestida de seda y cubierta de oro. Si lo anuncia malo: réplica al canto, embutida en poliéster y adornada con bisutería. Y todos tan contentos, porque quiero suponer que los fieles no veneran a la imagen, sino al personaje sagrado que aquella representa. ¿Me equivoco?

Tal vez les suene el caso de don P., a quien compraron un naranjo para hacer un san Roque. Era, en verdad, un magnífico ejemplar de naranjo, y don P. lo vendió con pena. Pero el imaginero era un gran artista y el san Roque quedó de primera. Pronto fue venerado por todos los habitantes del lugar. O, mejor dicho, por casi todos, porque don P. no se dejaba ver por la iglesia. El cura, que no tardó en notar aquella ausencia, quiso llevar al redil a la oveja descarriada y, cierto día, le preguntó por su falta de devoción al nuevo santo. Don P. se rascó, dubitativo, la cabeza. Miró a los ojos al cura y le dijo: "Verá usted, señor cura. Es que yo a este san Roque lo conocí de naranjo".