Qué difícil se me hace a veces no olvidar mi tierra y mis raíces; no dejarme absorber al cien por cien por todo lo que me rodea. Cada día, la rutina maquinal y monótona de aquello que llamamos vida se ocupa de tenerme distraída con sus innumerables quehaceres diarios; ella se empeña una y otra vez sin pretenderlo en que yo olvide aquel pedacito de Atlántico azul cielo que dejé en la lejanía. Pero no quiero, me niego a apartar ni un solo instante de mi mente aquellas islas sembradas de folías y timples; aquel rincón del sol maravilloso donde baten las olas de ilusión y esperanza, donde la brisa suspira libertad y el mar abraza sus siete estrellas verdes.

Después de tantos años observando desde la distancia lo que ocurría en nuestras islas, me he dado cuenta -casualmente, como tantos otros canarios y canarias que hemos salido por un tiempo indeterminado del archipiélago- de muchas cosas a las que yo antes no les daba importancia e, incluso, no hacía el menor esfuerzo en descifrar ese código prohibido que ahogaba y está ahogando lentamente unas señas de identidad y una cultura, la nuestra. ¿Por qué ese desinterés mostrado por muchos canarios a la hora de tener que resolver los problemas de una tierra que es la suya? ¿Por qué las gentes de otros pueblos del mundo, tan dignos como el nuestro, se unen para reivindicar sus derechos cuando tienen que hacerlo y no esperan a que otros tengan que solucionárselos? Quizás la respuesta la sepamos todos.

Yo, en particular, creo que hemos sido intencionadamente educados de espaldas a nuestra historia, lo que sin duda nos ha creado un desinterés crónico del que tenemos que desprendernos cuanto antes si queremos sobrevivir como pueblo. A veces, desnudar tus opiniones ante otros puede crear incomprensión, pero la mayoría de las veces ayuda a que muchos otros comprendan, y eso es lo que importa.

Atlántico de luz que el alma atrapa, / romance de la paz mi estrella y guía, / fecunda los barrancos la dulce agua, / las laderas ya verdes el sol que brilla.

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