Decía Winston Churchill, con sorna rayana en el sarcasmo, que el éxito consiste en ir de fracaso en fracaso... sin perder el entusiasmo. En eso parece estar la plana mayor del PSOE a juzgar por la ausencia de sus principales líderes en la noche triste de Ferraz. Dejaron solo a Rubalcaba, el candidato que pechó con la herencia de los años de desgobierno de un Rodríguez Zapatero que en la noche del domingo demostró que solo estaba preparado para recibir buenas noticias. Quien durante años vivió pendiente de la televisión, el día de la derrota, hurtó su presencia a los sufridos votantes socialistas. Se esfumó sin siquiera una palabra de aliento a los suyos.

La reunión de la Ejecutiva, el lunes, era compatible con la inexcusable comparecencia de quien en la hora del mayor descalabro electoral del PSOE en los últimos 30 años seguía siendo el secretario general del partido. Qué reflexionen los militantes y los cuadros medios acerca de los riesgos que entraña depositar el destino de un partido centenario en manos de un personaje político improvisado. Un político que ha llevado a su partido a la debacle electoral tras siete años de políticas erráticas ajenas en muchos de sus registros a la socialdemocracia y más propias de un partido radical.

El último error fue concebir una campaña electoral con mensajes alejados del interés del centro sociológico en el que basculan alrededor de dos millones de votantes; mensajes, por otra parte, vacíos de la consistencia que otorgan los hechos. Rubalcaba decía lo que había que hacer para salir de la crisis olvidando que había sido pieza esencial en el Gobierno que había hecho todo lo contrario de aquello que el candidato decía que había que hacer. Los suyos no le han creído. Muchos se han decantado por la abstención, otros han votado a IU o a Rosa Díez y el resto a Rajoy.

En fin, los ciudadanos han decidido confiar todo el poder al PP, un partido de centro derecha cuyo líder retrata un perfil pragmático ajeno al sectarismo en el que Zapatero instaló al PSOE, partido que durante años, bajo la dirección de Felipe González, había contado con la confianza mayoritaria de los españoles. ¡Cuántas veces se habrá arrepentido Alfonso Guerra de aquella jugada suya que hace diez años frenó la llegada de José Bono a la secretaria general¡ En el pecado, la penitencia.