A ALFREDO Pérez Rubalcaba, candidato socialista a la presidencia del Gobierno de España, le ha tocado sufrir en sus propias carnes la soledad ante el fracaso de un proyecto político que ha puesto a España al borde del abismo y del que ha sido copartícipe activo, y digerir casi en solitario un revés electoral jamás experimentado en la democracia por el PSOE, con la obtención de 110 diputados frente a la aplastante mayoría de los 186 parlamentarios conseguidos por el Partido Popular. Una derrota que ha sido urdida y gestada, posiblemente, desde los pírricos triunfos del 14 de marzo de 2004, tal vez al socaire y aspaviento de los trágicos sucesos del 11M y la algarada de la jornada de reflexión del sábado 13 de aquel año, a golpe de mensajes cortos de teléfonos móviles en las inmediaciones de la sede del PP en la madrileña calle Génova, o porque se planteaba un cambio de ciclo, y de la autocomplacencia de los fastos que siguieron a la reválida de los comicios de 2008, que negaba la evidencia de una crisis económica sin precedentes en ciernes, y los ajustes que llegaron tras esa especie de caída desde la higuera ante una realidad sombría y un futuro incierto.

Sin embargo, a Pérez Rubalcaba, un político de sobrada experiencia y solvencia, le honra su coraje por haber aceptado y afrontado el reto de concurrir a unas elecciones generales a sabiendas de que no las tenía todas consigo y de que, posiblemente, estaba llamado a perderlas irremisiblemente, como anticiparon las encuestas, en un escenario en que el gobierno del que ha formado parte ha tenido que gestionar el marrón de una economía adversa, aplicar unas medidas impopulares de ajuste y de recortes del gasto público y, lo que es mucho más grave, no haber sabido contener la sangría de un desempleo galopante, a tenor de las deficiencias de esas políticas instrumentalizadas por indicación de los mercados o instituciones financieras.

Su aparición pública para dar cuenta de los resultados adversos de las elecciones celebradas el pasado domingo, justo en la efemérides de los fallecimientos de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera (1975 y 1936, respectivamente), porque así fueron convocadas por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ahora en funciones, la percibí como la escena de la soledad ante el fracaso, donde solo aparecía el candidato arropado solo por militantes y simpatizantes en la sede de Ferraz. Solo ante el peligro, posiblemente, en una de las noches más tristes y frías que se recuerde para el socialismo español. Una fecha significativa que implica también, como las anteriores, la muerte de una etapa poco afortunada para España y el advenimiento de un período de esperanza, en principio, y que ya ha sido descontada a seis meses vista por los mercados, con un repunte de la prima de riesgo y una caída de la bolsa, aunque lastrada por otras plazas internacionales al día siguiente.

El pueblo español se ha expresado con contundencia en las urnas. Ahora le corresponde a Mariano Rajoy, y al gobierno que forme, no frustrar esas expectativas formuladas por diez millones de votos, que equivalen a un cheque en blanco, para recomponer el país, propiciar su dinamismo y recuperación económica, aunque no lo tendrá fácil. Y si bien, como dijo en la noche electoral, no podrá hacer milagros, al menos tendrá que rogar para que su triunfo depare el milagro.