"Ha sido más el enfado que el entusiasmo". Esta es la frase que más se repite en los mentideros políticos desde el lunes por la mañana. Ayer la recogía cabalmente un periódico madrileño. Pasada la euforia de la gran victoria, llega la hora de hacer cuentas. Y las cuentas, porque la aritmética es así de persistente, se empeñan en plantear con reiteración una pregunta inquietante: ¿a dónde han ido los votos que han desaparecido de la contabilidad del PSOE, considerando que solo apenas 600.000 han pasado a las arcas del PP? Pues a una serie de partidos pequeños, o no tan pequeños, o directamente no han ido a ninguna parte porque sus dueños no han votado o lo han hecho en blanco.

Nada extraño, por otra parte, pues desde hace meses se viene diciendo que estas elecciones no las estaba ganando Mariano Rajoy; las estaba perdiendo Zapatero. Y las siguió perdiendo incluso con el cambio de candidato, acaso porque a Rubalcaba lo ha asociado demasiado el electorado con el presidente del Gobierno. Tal vez con otro rostro, masculino o femenino, las cosas hubieran sido diferentes, aunque no mucho. Hasta socialistas de toda la vida estaban hartos del Bambi y su camarilla; lo suficientemente cansados para desear que desaparecieran del escenario político, fuese cual fuese el coste. Y darle el voto al PP supone un alto coste para la progresía hispánica. Motivo suficiente para que muchos optasen por no votar.

Eso en primera instancia. Una segunda lectura de los resultados obliga a concluir que España continúa siendo un país de izquierdas. Lo cual no es malo, si no fuese porque es de izquierdas en el sentido ideológico; es decir, de la peor forma posible. Recientemente cambiaba impresiones con una empleada de una pequeña empresa. Las cosas no les van bien. Hace meses que pende sobre los trabajadores la espada del temido ERE; o el cierre total, pues también cabe esa posibilidad. Durante un buen rato intenté convencerla de que el mejor seguro para su puesto de trabajo no es un convenio colectivo muy blindado, sino la existencia de otras empresas, a ser posible muchas, en las que pudiese encontrar colocación si finalmente quebraba la suya. Una circunstancia -la abundancia de demanda de puestos de trabajo- que también le garantiza unas mejores condiciones laborales sin necesidad de cambiar de empleo, pues si tiene donde elegir siempre puede hacerle un corte de mangas al empresario llegado el caso. Esto que enuncio no es un sueño; no son lucubraciones a media mañana en el bareto de la esquina después de un desayuno con grifa. Es la realidad que conozco de otros países a los que pocas lecciones podemos darles -en realidad ninguna- sobre democracia y derechos sociales. En España tal planteamiento se sigue asociando con un discurso de la derecha dictado por la patronal explotadora de siempre. Grave error, pero las cosas son así.

Y son así porque junto con algunos trabajadores gandules -unos pocos; no todos- pululan empresarios prestos siempre a la explotación de su personal. Un círculo vicioso -los abusos generan a su vez desconfianza y escaqueo- en el que llevamos dando vueltas demasiado tiempo. Cambiar esta mentalidad quizá sea el reto más importante que tiene ahora el PP de Rajoy.