LOS QUE HAYAN viajado en alguna ocasión a Santiago de Compostela habrán visto en la plaza del Obradoiro la habitual estampa de unos tunos cuarentones, miembros a perpetuidad de las diversas facultades existentes, que se dedican a pedir su colaboración dineraria a los visitantes que allí acuden. Y si estos contribuyen a ser una pintoresca fauna de parásitos estudiantiles, no es menos cierto que la culpa de esa larga permanencia en la universidad se debe a la permisividad que ha habido hasta ahora con los llamados alumnos repetidores. Una epidemia que se extiende a todas las universidades, y en concreto a la nuestra, en donde muchos aspirantes a licenciados engañan a la propia Administración, a su familia y a sí mismos con la historia interminable de sus respectivas aspiraciones profesionales.

Se decía, y tiene algo de cierto, que los alumnos procedentes de la enseñanza pública solían obtener mejores resultados que los venidos de la privada; en parte por tener arraigado el hábito de estudiar por voluntad propia sin las imposiciones y los regímenes disciplinarios que suelen impartir en la enseñanza privada a los malos estudiantes, los cuales se sienten más impactados al iniciar sus estudios universitarios y ver cómo nada ni nadie los obliga a rentabilizar su rendimiento. O lo que es lo mismo, se convierten en cómodos parásitos que vegetan en las facultades, cuando asisten a clase en el mejor de los casos, o se pasan el curso en todas las tabernas aledañas a la zona docente y, por supuesto, conocen al dedillo la fecha de todos los botellones o juergas que se promuevan. Podría señalar casos cercanos a mi entorno vecinal, pero prefiero que, de una vez por todas, se actúe con energía contra estos vagos de solemnidad y se dispongan nuevas normas restrictivas que limiten la permanencia en la universidad, dando paso a otras generaciones que sí desean obtener su licenciatura con mejor aprovechamiento y en el menor tiempo posible.

Capítulo aparte merecen los llamados estudiantes a tiempo parcial, que son tan meritorios o más que los que se dedican a estudiar con ahínco, ya que tienen que compatibilizar sus trabajos con el tiempo para acudir a las aulas e ir aprobando las asignaturas a un ritmo más lento de lo habitual. Resulta, pues, lógico que a la hora de baremar el rendimiento individual se tenga en cuenta estas peculiaridades, que posiblemente darán igual fruto para elevar el nivel de éxito académico del centro de formación. Una carencia que ahora resulta endémica en la enseñanza española y canaria, si lo comparamos con las universidades europeas.

Resulta, pues, necesaria la nueva normativa de limitación de permanencia, para que los que estudien sean realmente los que manifiesten ese deseo, y no para los que pasan a engrosar la larga lista de parásitos estudiantiles y, con el tiempo, sociales.

Abundando en un tema similar, que incluso es hasta complementario de muchos negados a los estudios, cito a la numerosa caterva de enchufados que existe en la Administración, tanto autonómica como nacional, donde curiosamente un gran número que ahora cubre puestos administrativos -sin ser funcionarios de carrera o laborales que han tenido que superar duras oposiciones- son procedentes de esos fracasos universitarios, amparados por el clientelismo político de turno o el amiguismo de sus progenitores. Indudablemente, estos empleados jamás darán lustre a la Administración y ejercerán, siempre que se les permita, el despotismo con el administrado a la hora de solicitar sus servicios en cualquier ventanilla.

No ocurre así, como he dicho, con los denominados funcionarios de carrera, muchos de los cuales han hurtado tiempo a su juventud para lograr la meta de la estabilidad laboral, aunque no la económica, porque una gran mayoría son mileuristas, y por tanto tienen que complementar tal dedicación con otras entradas de emolumentos, aplicando en ello el conocimiento obtenido con sus títulos universitarios, o por el hecho de ser políglotas, dominando varios idiomas. Ocurre que en este tema estoy especialmente sensibilizado, puesto que tengo a dos miembros de mi familia -imagino que como otras muchas- que han tenido que aparcar sus respectivas licenciaturas, uno de ellos, incluso, con premio extraordinario de fin de carrera, para opositar y obtener sus respectivos trabajos en la administración pública y con calificaciones de cuarto y decimotercero entre miles de aspirantes de toda España. Y todo ello, como ya he dicho, para convertirse en mileuristas.

Después de lo expuesto, no es de extrañar que nos chirríe el sentido de la justicia social cuando observamos cómo existe toda una fauna de parásitos, universitarios fracasados y administrativos, que pululan en todas las áreas de la administración local, insular y pública, merced al conocido método del enchufe y a despecho del que realmente lo merece. Buena medida será que se empiece por depurar a tanto niño/a de papá que jamás llegará a nada en su puesto de trabajo, salvo que se les aplique el principio de Peter. Que también, desgraciadamente, los hay.