Algo flotaba en el ambiente del Heliodoro. Tan difícil de describir como sencillo de comparar: era día de relevo en el banquillo. No porque Antonio Calderón hubiera hecho algo distinto a otras jornadas. En realidad se limitó a realizar más pruebas y cambios. Sino porque el hastío ya se encuentra instalado en una afición que ha sufrido demasiado en las dos últimas temporadas. Por eso, no hubo ni grandes pitadas ni excesivo enfado. Desde luego, no tuvo nada que ver con el Tenerife-Celta que le costó el puesto a Gonzalo Arconada o el derby ante Las Palmas que provocó la salida de Juan Carlos Mandía, ambos durante la pasada campaña.

En realidad sí que hay un parecido con esos dos partidos. En ambas ocasiones, el crédito del entrenador llegaba más que agotado. Pero los responsables del CD Tenerife hicieron lo mismo que con Antonio Calderón: esperar a que la grada tomara la decisión por ellos. Hacía semanas que el técnico gaditano había perdido el rumbo y se había metido en una espiral de cambios en el once sin encontrar la fórmula más adecuada. El empate ante el Marino colmó la paciencia e hizo evidente la necesidad del relevo. Pero no. Prefirieron esperar.

La historia ha sido tan cruel con un profesional honrado como Calderón que su Tenerife hizo partidos mucho peores que el de ayer ante el Sporting B. Sí, honrado. Lo que no quiere decir que fuera el entrenador adecuado para este proyecto blanquiazul. Lo peor es que Pedro Cordero no parece haberse enterado del perfil de profesional que se acepta en la Isla ni del tipo de fútbol que gusta. Si los pronósticos se cumplen, volverá a escoger a un técnico que se encuentra en las antípodas de lo que representan esos gustos tan arraigados en el entorno.

Con un nivel de exigencia tan alto (ganar y jugar bien), se necesita alguien con personalidad y acostumbrado a lidiar con una afición del volumen de la blanquiazul y un seguimiento mediático que roza lo estresante. Que el entrenador escogido conozca o no la categoría es hasta secundario. Y a todas estas, a Miguel Concepción ni se le nombra. El presidente, tan rápido en abandonar el Heliodoro como el capitán del Costa Concordia en huir de su barco, vuelve a escapar de la quema. Siempre habrá un paraguas para evitar que la lluvia le moje. Se llame Llorente, Cordero o tenga el cargo de entrenador.