COMO preámbulo a estos escritos, donde impera la violencia y la sangre en algunos casos, he de decir a mis hipotéticos lectores que todos estos sucesos acaecieron entre el año 1962 y 1966, tiempo en el que duró mi cargo de juez de paz titular del pueblo de Arona. El mandato era por cinco años, pero justo en 1966 debo incorporarme a mi cargo, ganado por oposición, de jefe de base del Servicio de Auxilio en Carretera de la Jefatura Central de Tráfico.

El tema ya anunciado de lo que yo llamé "el crimen de Los Cristianos" ya ha sido escrito de nuevo, y como siempre de memoria. En aquella época, que yo tildaría de heroica, y teniendo mi consulta en la casa de mis suegros, la que yo titulé de "Casa Municipal Comarcal de Socorro", al abrir la puerta ante una llamada de auxilio, ya estábamos indefensos ante el peligro que en algunos casos se nos avecinaba. Era una noche cualquiera de un día cualquiera. Sonó la llamada de auxilio y por el ventanuco entreabierto veo a un grupo compuesto por tres jóvenes en estado de embriaguez. Uno de ellos, al parecer en la penumbra de la noche, tenía una herida contusa en el arco superciliar derecho (ceja derecha) que sangraba. Al ver su estado, al parecer agresivo, ya que venían de una sala de fiestas llamada Aquarium, les dije que solo debería entrar el herido. Piensen que en esta casa, y a esta hora de la noche, dormían mis ancianos suegros, mi esposa y mis hijos de corta edad. El joven se mostró agresivo y no le permití la entrada. Y como quiera que no quería irse hubo que hacer lo siguiente. Por aquel entonces, aparte de una pistola automática de mi propiedad con la reglamentaria licencia, ya había ingresado en el Cuerpo de Somatenes Armados y, por tanto, tenía, en calidad de depósito, un fusil Mauser, calibre 7,92 mm, similar al que utilicé durante mi servicio militar en el Ejército. Este era inofensivo en este momento, salvo que se hubiese utilizado como arma contundente.

No tenía su cerrojo incorporado, ya que este se encontraba en una gaveta a buen recaudo. Los cartuchos estaban en otro lugar, y para mayor seguridad el ánima del fusil, o sea, el cañón, estaba tapado con la cubierta metálica preceptiva. Es decir, que este fusil en ese momento no podía disparar. Asomé el cañón por la ventana y los tres jóvenes se fueron hacia su coche, que tenían aparcado en la esquina de la casa. Tuve tiempo de leer su matrícula.

Acto seguido telefonee al puesto de la Guardia Civil de Granadilla de Abona, en el que estaba la Jefatura de Línea del benemérito cuerpo armado. Hablé con el agente de guardia para que cursase aviso a la Guardia Civil de Tráfico. El guardia se negó y le amenacé con llamar al teniente coronel, primer jefe de la Comandancia en Santa Cruz, a su teléfono privado. El hombre accedió a mi ruego. Pasa el tiempo y un día me telefonea el sargento jefe del puesto en el casco de Arona y me dice que el gobernador civil había impuesto una multa de 10.000 pesetas de la época y que era privativo el que yo perdonase el hecho o no. Me negué y que la ley se cumpla. Así eran las cosas en este pueblo en la década de los 60.