HAY dos grupos de individuos (con las correspondientes individuas) altamente descontentos con la reforma laboral del PP: los que tienen un trabajo seguro pero no están seguros de conservarlo porque llevan muchos años racaneando en su empresa -o no han sabido, o no han querido, reciclarse para mantener su competitividad) y los sindicalistas, con la amplia corte de liberados que viven de y para el comité de empresa. Comparten unos y otros el interés común de que poco a poco pierdan importancia los convenios, tanto los sectoriales como los pactados dentro de cada empresa.

Los convenios son la carcoma de la economía española. Cualquier economía que no se sustente en una dictadura del proletariado funciona si las empresas le pagan impuestos al Estado, no si subsisten a costa de las subvenciones del Estado. Ningún país puede salir económicamente adelante sin empresas rentables. Y lo fundamental para que las cuentas de una empresa vayan bien es que su personal sea eficiente y esté contento. En esas condiciones, impulsada más por los alicientes que por el temor al despido, cualquier persona da lo mejor de sí misma. Hasta aquí no he hecho otra cosa que transcribir la introducción de cualquier manual de relaciones laborales. Incluso los que usan los directivos jóvenes (incluidos los interinos) que entran en los centros de trabajo como un elefante en una tienda de porcelana convencidos, acaso eso sea lo peor, de que la economía no existía antes de que ellos se matricularan en primero de empresariales. Si es que llegaron a matricularse, claro; y si se licenciaron en el caso de que alguna vez se matricularan, que esa es otra. Aunque estábamos con los convenios colectivos.

Antes de que existiesen estos artilugios legales, un aprendiz -categoría en la que incluyo a los que han salido de la universidad- llegaba a una empresa y empezaba desde abajo. Tarea por la que percibía un sueldo casi siempre por encima de su producción real, aunque fuese un salario bajo, que iba mejorando con el tiempo no porque lo estipulase un convenio leonino, sino porque a medida que ganaba experiencia le resultaba más útil a su empleador y este procuraba que no se lo llevase la competencia. Un esquema en el que no cabía la pillería empresarial -siempre tan real como la gandulería crónica de algunos trabajadores-, pues en un mercado de oportunidades el trabajador mal remunerado buscaba nuevos horizontes y no tardaba mucho en encontrarlos. Con el paso del tiempo el empresario iba agraciando a sus trabajadores más competentes y se deshacía de los vagos e inútiles. En definitiva, más beneficios para todos.

Esta situación desapareció casi por completo con la implantación de los convenios. Desde ese momento es un comité, formado por personas respetables pero también por muchos que ni siquiera afeitan bombillas, el que decide lo que cobra cada cual según la categoría en la que se encuentra. Categoría, huelga explicarlo, que no depende de la capacidad y esfuerzo personal, sino de la habilidad de unos enlaces sindicales para retorcerle el brazo al empresario. Esto es lo que pretenden perpetuar Toxo, Méndez, Lara y toda una legión de añorantes de la economía tan colectiva como misérrima de los paraísos comunistas.

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