Es difícil añadir algo nuevo sobre la torrija, el dulce típico de Carnaval, Cuaresma y Semana Santa con siglos de existencia. Tampoco es necesario ponerle un disfraz y basta con no perder la tradición de consumirlo para así perpetuar su sabor.

En definitiva hablamos de una rebanada de pan, históricamente parte del sobrante de días anteriores, empapada en leche (que puede estar aromatizada con canela y ralladura de limón), rebozada con huevo y frita en abundante aceite, que se adorna con azúcar y canela y hasta se puede bañar en un ligero almíbar.

El origen de la torrija o torreja está en la idea de utilizar el pan sobrante, ante la ausencia de carne, como una manera sencilla de satisfacer al paladar más exigente, y se liga a la prácticas culinarias de las monjas en los conventos. Otras opiniones señalan que se trata de un dulce pensado para las parturientas, negando así la estacionalidad del mismo, pues no hace muchos años en Madrid se vendían durante todo el año, sobre todo en las tabernas.

En el pasado las torrijas de Carnaval no se empapaban con leche, sino con vino tinto dulce, y se servían con miel, pero con el tiempo se adaptaron para que las saborearan los más pequeños.

En Canarias también forman parte del acervo gastronómico de las fiestas de Carnaval las torrijas de calabaza. La elaboración es sencilla. Se cuece el kilo de calabaza hasta que esté tierna y luego se deshace con un tenedor. Se añaden dos vasos de leche, un huevo, la cucharada de levadura y harina. Se mezcla todo bien.

Se pone abundante aceite en una sartén y cuando está caliente se van añadiendo cucharadas de la mezcla. Una vez cocidas, se retiran y se colocan sobre papel absorbente para deshacernos del exceso de aceite. Por último se pasan por canela y azúcar. Se acompaña con una taza de chocolate caliente.