Describir por primera vez Los Indianos como observador sería fácil, de no ser porque el redactor ya ha sido actor de esta gran parodia festiva, posiblemente la más popular jamás representada por un pueblo. Una vez has formado parte del masivo sentimiento, las palabras adecuadas parecen insuficientes.

Da lo mismo que creas conocerlo en profundidad. Que seas fijo, uno de los 50.000, por poner un número (es imposible saberlo), que cada año se transforman y se mimetizan con las calles de Santa Cruz de La Palma. Ser indiano es fácil, lo difícil es explicarlo para que aquellos que nunca lo han sido sean capaces de entenderlo. Siempre ronda la tentación de caer en tópicos: "La gran parodia de los emigrantes que regresan de las américas", "una forma de diversión netamente palmera", "un numero de carnaval sin parangón"... son todos válidos, pero insuficientes para identificar un acto tan grande y tan expresivo.

Buscas adjetivos. Todos se han escrito. Cuesta encontrar aquel que no se deje algo imposible de sintetizar. Entonces te das cuenta de que tras tantos años narrando historias, dibujando imágenes con palabras y contando hechos con la mayor precisión posible, cuesta definir algo como lo que aquí se vive. Si la intención es llenar páginas, basta con decir, como muchos ya han hecho, que en realidad solo se ve una interminable nube blanca que se adueña de la calle Real y de gran parte de la capital palmera.

Si eres de los que se complican, de los que rizan el rizo, sientes la lógica tentación de acudir a encajes literarios, algo así como decir que "es como si te trasladaras a las novelas de Sherlock Holmes, con calles difuminadas por la niebla". Pero Londres es más frío y húmedo, todo lo contrario que un acto de carnaval, en el que si hay algo es, precisamente, calor humano.

Aunque desde hace décadas se narra esta gran parodia con más de cincuenta mil actores, Los indianos no se cuentan, se viven. Ese es, probablemente, el motivo por el que cada año sean más los viajeros que ponen rumbo a La Palma. Pero los periódicos se llenan con palabras, a las que ayudan imágenes capaces de plasmar solo una pequeña parte, historias personales, de un gran evento social.

No queda más que volver a los tópicos: es la caricatura de un hecho histórico, que no fue precisamente un reflejo de alegría, sino el entrañable regreso de aquellos que partieron en busca de un futuro. Hoy el palmero lo recuerda de la manera que mejor le sale, identificándose con la escenificación ya tradicional de un número que, aunque la imponente nube blanca se empeñe en ocultarlo, se ha engrandecido con cada participante, con cada guayabera y chaqueta de lino, con cada puro a medias, con faldas largas blancas de volante, con blusas de gasa o seda con encajes, con maletas que vuelven y billetes fantasiosos que te hacen rico un día.

Para adornar, escribes que entre el polvo en suspensión se adivinan miles de personas, todas de blanco, con algún color caribeño salteado, en el que cuesta identificar a alguien. La afluencia es masiva, como siempre. Otro tópico... "personas llegadas de todos los rincones del Archipiélago y de la Península que quieren disfrutar de esta cita singular y genuina del calendario festivo".

Entonces te acercas al ruedo (dígase calle Real o cualquier otro rincón de la capital palmera). Y en vez de mirar a las caras, con los rasgos ocultos bajo el polvo blanco, te fijas en las manos, en donde identificas a otros habituales. Allí están, como cada año, el tres cubano, los bongós, las guitarras y maracas... que hacen sonar guajiras, guarachas... pero también tambores de batucas, que aunque han sido habituales todos intentan desterrar, también los que describen.

Las líneas se reservan para otros reclamos más atrayentes. Son los números que marcan el inicio de la fiesta, cada vez con más valor social, que cada año se apoderan de estas páginas. Este año con más razón, ya que la parodia se ha hecho más grande con nuevos personajes. La Negra Tomasa es ya un icono en Los Indianos. Cuando llega, siempre a ritmo del son cubano, todo toma sentido. Este año lo hizo en barco y su entrada en la calle Real, en la plaza de España (ayer plaza de la Habana) marca el comienzo. El número ha crecido con la incorporación del Gobernador de la Isla y del "consulito de Cuba". Son dos anfitriones a la altura de la valiosa imaginación festiva del palmero.

Llega el momento en el que, aunque intentes poner tu sello con palabras novedosas, has quedado hipnotizado por el blanco interminable. Entonces, se hacen las cinco de la tarde y resulta que llegan más polvos, miles de kilos (5.000 este año) que reparte el ayuntamiento.

Es la señal que hace movilizar a esa especie de ser gigantesco formado por células blancas que se ha apoderado de las calles. Cada extremidad inicia una ruta con un mismo destino, la plaza de La Alameda. La hora final es lo de menos, puede ser casi a cualquiera una vez anochezca. El cuerpo, a veces la edad, marca el momento de tirar la toalla, de abandonar esta magnífica fiesta capaz de ordenar el caos y despedirse hasta dentro de un año y esperar a que llegue otro lunes de carnaval, otro Lunes de los Indianos.