LA SEMANA pasada asistimos a un nuevo acontecimiento planetario, de esos que hacen contener la respiración y crean una expectación casi enfermiza. El mundo se paralizó ante la presentación de un nuevo dispositivo llamado a cambiar nuestras vidas. Y, claro, la empresa que fuera capaz de colocar en el mercado tamaño prodigio tecnológico disfrutaría potencialmente de pingües beneficios. Sin duda, la presentación del nuevo iPad fue una buena noticia para los usuarios y admiradores de la marca. También para los proveedores y fabricantes de sus aplicaciones. Pero al mismo tiempo constituye un nuevo ejemplo de esta especie de esquizofrenia informativa que intenta explicar el valor de una empresa en función del acontecimiento del día.

Me parece sorprendente que algunos medios, al tiempo que retransmitían el evento, buscaran un paralelismo con la evolución de la cotización de Apple. Recuerdo especialmente la certera correspondencia entre la caída del 0,6% en su cotización con la desilusión o frialdad con la que los analistas y el mercado habían acogido el nuevo dispositivo. Una apreciación un tanto aventurada para una compañía que cotiza en máximos históricos y que vale más o menos lo que valen todas las empresas pertenecientes a nuestro Ibex 35 juntas. No es flor de un día.

En el corto plazo, las cotizaciones de las acciones se ven influenciadas por multitud de factores. Algunos, intrínsecos a la propia compañía –como el ejemplo expuesto– y otros relacionados con su entorno: el miedo a la quiebra de Grecia, la situación del euro, el encarecimiento del crudo, pánicos, euforias… El lector habrá escuchado aquello de que las acciones se mueven de forma aleatoria.

Pero en el largo plazo es el desempeño de la empresa el que marca la diferencia. Será su capacidad de gestión y el comportamiento de sus beneficios lo que determine su evolución. Los accionistas demandan retornos consistentes y suficientes. Es precisamente en la posible pérdida permanente de valor asociada a la evolución del negocio donde se encuentra el riesgo para el inversor. No tengo idea de a cuánto cotizará la próxima semana o dentro de un mes.

Tampoco puedo asegurar si va a ser capaz de mantener el ritmo de crecimiento en sus beneficios que ha venido demostrando en los últimos ejercicios, o si podrá mantener su posición competitiva o excelente gestión. Pero de lo que sí estoy seguro es de que el detenido análisis de esos elementos es lo que me va a permitir descontar el valor aproximado de la compañía. Se trata de adquirir algo por menos de lo que vale. Y se trata precisamente de eso: de valor, no de precio.

Gurús, adivinos, bolas de cristal... no caben en los mercados financieros. Analistas que pretenden estimar el valor, sí.

Claro que si a usted le preguntan qué va a subir mañana y no quiere quedar mal, siempre podrá replicar la recomendación de un conocido economista: invertir en bodegas. Si sale bien, nos forraremos. Y si sale mal, siempre podremos ahogar nuestras penas.

* EAFI, asesor financiero de inversión