Este relato de la escritora Marisa Ruiz, natural de Ciudad Real, se integra en una colección de cuentos en los que la autora maneja muy diversos registros para dar máxima expresividad y eficacia literaria a los argumentos que recrea. "La misma historia de amor" forma parte de un conjunto en el que destacan relatos cortos como "De la vida de Gregorio", "De una gitana y un árbol", "De una batalla", "De una temeridad", "De un gato terco", "De un refugio en la nieve" y "De un resacón".

en el puerto, se agolpaba buscando la primera fila para observar el esperado reencuentro.
Nuestra Penélope, junto al embarcadero, se abrazaba nerviosa atenazándose los hombres en un intento vano por detener los temblores que su corazón le enviaba desde dentro.

En cada latido una sacudida, en cada minuto los recuerdos de una vida entera, en cada suspiro, como hermanos mellizos, el amor y el miedo.

Ulises, desapareció un día de otoño aun vacío de hojas secas, camino del puerto para recoger unos pocos amigos invitados a su boda con Penélope.

Sus amigos no llegaron a verle, en el puerto desapareció y al puerto volvía después de diez años.
Penélope resistió en su lucha contra el tiempo, manteniéndose joven y alerta a cualquier indicio, que desmintiera la verdad de los demás, Ulises no fue engullido por una ola asesina, Ulises para su enamorada seguía vivo, perdido en cualquier lugar, despojado de recuerdos que pudieran indicarle el camino de vuelta.

Cada día, empezando por el de después de la tragedia, Penélope volvía al puerto, muy temprano, en busca de su amado, luego regresaba al hogar preparado para los dos con la esperanza de encontrar la felicidad en un nuevo amanecer y se ocupaba de que todo estuviera a punto y como a Ulises le gustaba, la chimenea encendida en invierno, jarras con flores recién cortadas en primavera, la casa fresca en verano y en otoño los trajes para la boda bien planchados y colgados de la lámpara del dormitorio matrimonial que Penélope jamás quiso ocupar sin él.

Los vecinos de aquel pequeño pueblo en la costa asturiana, ansiosos por ayudar a Penélope a pasar página, acordaron plantar un monolito con la foto de Ulises grabada en porcelana fina y una inscripción conmemorando la fecha de su muerte.

Penélope lloró amargamente ante el monumento cuando fue consciente de la soledad que reinaba en su pequeño barco de esperanza pero por las noches, en sueños encadenados, construyó una vida junto a Ulises y llenó de recuerdos inventados toda la soledad que había llorado delante de la foto de su amor en porcelana fina y del desaliento de sus amigos.

Ese día un sol de justicia intentaba quemar las hojas de la higuera que Penélope plantó en el patio para verla crecer a la par que a sus hijos.

En el pueblo, a la hora de la siesta solo se escucha el ronroneo zalamero del mar seduciendo con el regalo de un poco de brisa fresca.

Al principio la algarabía de la plaza parecían los chillidos de una bandada de gaviotas locas pero, poco a poco, mientras el sopor escapaba por los ojos entreabiertos de Penélope rompiendo su siesta, los sonidos frente a su portón adquirieron matices humanos hasta que llegó a identificar las voces de sus vecinos.
Entre todas las voces un nombre se repetía sin cesar el de su Ulises, “noticias de Ulises”, escuchó claramente al son de los golpes de un tambor de bronce, el suyo.
Creyó incorporarse de un salto pero cuando su corazón llegó a la puertas e intentó abrirla miró hacia atrás para ver el cuerpo de Penélope paralizado por el miedo sentado en el sillón junto a la ventana del patio.
Cayó la noche por fin y callaron las voces en la plaza, el rumor del mar se volvió amenazante y la farola asustada despedía temblorosa una luz demasiado tenue.
Penélope, al amparo de la oscuridad, descorrió el pestillo y abrió el portón para dejar que el viento azotara su cara bañada de lágrimas.

Arrastrando los pies cruzó la plaza hasta la casa de su padre para enfrentarse a sus temores, pero el rostro iluminado de su madre le devolvió la fe.

Ulises vivía, no recordaba ni su nombre, de hecho se hacia llamar de otra manera, pero vivía.
Ulises había sido encontrado por pura casualidad llevando una vida lejana muy cerca de allí y alguien lo traía de vuelta.

La gente, agolpada en el puerto, vio descender a Ulises del barco de su amigo, despacio como faltándole la vida.
Penélope avanzó unos pasos con los brazos extendidos, las palmas hacia arriba y los ojos limpios ya de cualquier resto de temor.

Ulises reconoció sus andares, reconoció su olor desde lejos y como impulsado por la fuerza de un huracán echó a correr para capturar en el abrazo más intenso que ninguno de los presentes viera jamás el cuerpecillo de Penélope a punto de desfallecer por la intensidad de su sentimiento.

–Tú -escuchó Penélope la voz, cortada por la emoción de su amado- eras tú, lo único que podía recordar, tú, cada noche, llenado mis sueños de momentos de los dos, tú, alimentando mis días con la esperanza de encontrar mi hogar, tú, mostrándome la higuera que regalaría su sombra a nuestros hijos.

Tú, eras tú y yo sabía que existías.

Marisa Ruiz