EL COMIENZO de cualquier camino en el periplo vital que nos ha tocado en suerte suele ser duro, fatalmente duro. Como duro lo fue ese otro camino que en completa simbiosis me mantendría unido a este nuevo que yo había elegido libremente.

El pueblo de Arona, en la década de los 50, era un municipio pobre. Sí que existían latifundios, pero la escasez de agua y las penurias de aquellos años después de una cruenta guerra civil habían dejado su indeleble huella entre los moradores. Comenzando por mí, el sueldo como sanitario al servicio de la función pública era exiguo y escasamente alcanzaba para subsistir con más penas que alegrías. Pero yo, que había sido programado genéticamente para soportarlo todo, no me arredré en ningún momento. Una vez trazado el camino, sin posible vuelta atrás, había que seguir, triunfar o fenecer en el empeño. Esta lucha duraría casi 41 años, en los que tuve tiempo para muchas cosas: ejercer con dignidad un abnegado y duro trabajo, dedicar mi escaso tiempo libre a las tareas del fútbol, desempeñar con suficiencia el cargo de juez de paz titular de Arona y atreverme con esta otra tarea de plantar la bandera de Cruz Roja en un terreno que no solo era baldío, yermo y estéril para las cosechas abundantes, sino también para plasmar estas ideas más propias de un visionario.

Tengo que decir sin demagogias que ninguno de estos "cargos" ajenos a mi función pública me proporcionó ganancia alguna, y sí gastos de mis maltrechas faltriqueras y también enemistades, rencores y envidias, el pecado capital número uno de los españoles.

Arribo al municipio de Arona el 29 de abril de 1954 y ya ese mismo año, con el "gusanillo" de la Cruz Roja "in mente", causo alta como socio de número en la Asamblea Provincial. Más adelante, al ver la soledad en la que nos encontrábamos y lo que ocurría cada vez que se producía un terrible accidente -algo había que hacer, y pronto-, hablé con dos personajes de la localidad, exponiéndoles mi proyecto y solicitando su ayuda económica. No hubo nada que iluminara el entonces oscuro camino. El dinero contante y sonante era un bien preciado y escaso. Lo mismo que ahora, casi cuarenta años después de la fundación de la Cruz Roja, donde hay una entidad bancaria en cada esquina de este pueblo.

Pero si sabemos esperar, puede ser que todo llegue algún día. En 1966 accede en la presidencia provincial de Cruz Roja el Dr. Rafael Folch Jou, hasta entonces inspector jefe de la brigada de Tropas de Socorro nº 13, como ya indiqué en el prólogo de este libro, y después de elegir cuidadosamente la lista de la Junta de Gobierno, se redacta el acta con presencia preceptiva del Dr. Folch, el 15 de octubre de 1967, en Los Cristianos, en una saleta del hostal Reverón, y ese día la nueva asamblea comienza a caminar. He aquí la lista, según los estatutos del momento y que paso a reseñar: presidenta de honor, Sra. doña María Amalia Frías Domínguez; presidente delegado, Dr. Juan Bethencourt Fumero; vicepresidente, don Alberto González Gómez; secretario, don Juan P. Reverón Oramas; tesorero, don Victoriano Melo Tavío; vocales masculinos, don Sebastián Martín Melo y don Pedro Peñalver Angosto; vocales femeninos, doña Elsa Reverón Alfonso y doña María del Carmen Martín de la Escalera; oficial de la tropa y jefe de la ambulancia (que aún no teníamos), don José Manuel Encinoso Mena. Recuerdo que don Rafael me preguntó el cargo que yo quería para mí. Pude haberle dicho "yo presidente". Pero estos cargos nunca me gustaron, aunque sí que lo fui en 1981, pero esto será de otro capítulo. Y elegí el de la lucha sin cuartel, el de los enfermos, el de los heridos y, en definitiva, de los que estaban sumidos en el dolor y en la enfermedad, los descamisados, los desheredados de la fortuna.

Y así como ya dejé dicho, en perfecta simbiosis, como la piel al cuerpo, unidas mi función pública sanitaria mi entrega a la Cruz Roja. Ya la Cruz Roja había tenido un feliz alumbramiento, pero ahora vendría el periodo de lactancia y enseñarla a caminar, con sus primeros torpes pasos.

Mi gratitud a mi amigo y distinguido compañero José Méndez Santamaría, que me honró presidiendo la presentación de este libro, el 20 de marzo de 2006, en el hotel Reverón Plaza, de Los Cristianos. A mi grato amigo Raúl Núñez Milera y esposa Nieves, que aportaron un jeep de su firma Simago para el desfile. Lo conduje yo, en compañía de cuatro jóvenes nativas, aspirantes a enfermeras. Y por último, mi recordado colega Fernando Alba Carbonell, jefe de la Tropa de Icod de los Vinos. También agradecer las atenciones del Dr. José González Luis, entonces alcalde de la villa norteña y presidente de la Cruz Roja de la bella ciudad de Icod de los Vinos. Y se acabó esta evocación. Un brindis al cielo para todos ellos.