LA CULPA de todo lo malo que ocurre en Canarias la tiene Madrid, y los responsables de todas las desgracias españolas son los mercados. Intenten encontrar un solo día del calendario sin un artículo de periódico, comentario de radio o tertulia televisada en el que se hable de los mercados como verdugo de nuestro divino Estado del bienestar. No se molesten porque no hallarán tal día en blanco. La explicación real al asunto es muy distinta a esta versión facilona y demagógica, y bastante más sencilla: a estas alturas de la película, ni el Estado, ni la Comunidad Autónoma de Canarias (ni, por supuesto, ninguna de las otras dieciséis autonomías; de esto no escapa nadie) cuentan con recaudación suficiente para cubrir sus presupuestos. Las regiones acuden al Estado en demanda de dinero, pero al Estado -lo dijo Rajoy hace unos días en Colombia- ya no le queda un céntimo. Razón que obliga a pedir dinero más allá de las fronteras. Es decir, en esos perversos mercados, para que vayamos centrando ideas.

Lo malo, y siempre ha sido así, es que quien presta quiere garantías de no perder lo fiado. Además de cobrar los intereses, naturalmente. Y la verdad es que ni el país en general, ni las autonomías en lo periférico están para muchos trotes financieros. Una sutil situación -estamos en recesión, según el Banco de España; deben haberse quedado mentalmente agotados en el Banco de España para llegar a esta conclusión- que aconseja a nuestros prestamistas contratar la llamada prima de riesgo; un mecanismo financiero que en el fondo no es más que un seguro para que alguien les reintegre el dinero si no lo hacemos nosotros. Como el déficit cada año ha ido a más, junto con el crecimiento exponencial de la deuda han subido los intereses y la propia prima de riesgo.

¿Quién tiene la culpa de esto, los que cada vez se acarician más detrás de la oreja antes de concedernos un crédito, o los que han dilapidado lo que no está escrito en un aeropuerto en cada pueblo, una autopista para cada aldea, una universidad en cada provincia -oiga, que yo no soy menos que el otro- un hospital en cada comarca, ingentes cantidades de dinero para que un señor -o una señora- que se sentían frustrados con su propia naturaleza cambiaran de sexo -cuantas soplapolleces pagadas con cargo al erario, mientras que a uno de los mejores poetas de Canarias le niegan una mísera pensión pese a que ha estado cotizando treinta años-, en alianzas de civilizaciones, en proteger la sodomía en Uganda, en cooperación internacional realizada en muchos países que nunca nos la pidieron y que jamás nos la van a agradecer, en enseñarles a los adolescentes las bondades de la masturbación o en los institutos de igualdad? A propósito de la igualdad, ¿cuánto hemos gastado en sueldos de asesoras, picapleitos, directoras que nos dicen como tenemos que escribir sin caer en el error del sexismo -vete por ahí- y otras chorradas en absoluto baratas? Mire usted: aquí, afortunadamente, existen leyes que obligan a la igualdad de derechos y oportunidades, incluidos el mismo salario, entre hombres y mujeres. Basta con aplicarlas y con crujir al infractor para que no le queden ganas. Todo el tinglado adicional sobraba y sigue sobrando. Como están de más muchísimas otras marañas sin más fin que enchufar a los amigos. O amigas, que también las hay.

¿Fusilamos a los mercados o hacemos primero un examen de conciencia?

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