ESPAÑA tiene un problema serio de confianza y de credibilidad, un lastre que ha marcado su historia desde que se articuló como Estado, hace cinco siglos hasta hoy, tal vez fruto de la imposibilidad real de armonizar y canalizar su riqueza y pluralidad sustentada en lo que hoy conforma el mosaico de regiones o autonomías que la actual crisis económica revela como auténticos reinos de taifas que amenazan con engullir a la madre patria, valga y permítanme la expresión.

La Constitución de 1978 consagró la nueva concepción del país como un Estado de las Autonomías, quizás con el ánimo, posiblemente, de los legisladores de conjurar cualquier tentación secesionista o separatista y, sobre todo, cualquier atisbo de reacción involucionista en los poderes fácticos en los años realmente peligrosos de la Transición o en aquellos sectores afines a la doctrina de la unidad indivisible de la soberanía nacional. Sin embargo, ya a comienzos de los años ochenta del pasado siglo se advertía del costo que representaría para España el mantenimiento de las actuales diecisiete comunidades autónomas, símbolo actual su pluralidad.

Así las cosas, la deuda de las comunidades autónomas ascendió a 140.000 millones de euros en 2011, un 17,3% más que en 2010, lo que representa el 13,1 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB), según datos del Banco de España. Catalunya ocupa el primer lugar, con una deuda de 41.478 millones de euros, seguida de Valencia, con 20.762 millones, y Madrid, con 15.447. Y de hecho, las agencias de calificación internacionales han rebajado el nivel de solvencia de la deuda, cuyo tipo de interés o prima de riesgo la hacen comparable con las que soportan Portugal e Irlanda, o, en el peor de los casos, con Grecia, cercana a la consideración de bono basura. De persistir el crecimiento de la deuda de las comunidades autónomas, arrastraría también a la deuda soberana española, dado que no hay que perder de vista la idea de conjunto.

Aunque parezca una perogrullada, España existe como Estado tan solo desde hace cinco siglos frente a los ochocientos años de dominación musulmana y sucesivas luchas de reconquista protagonizadas por los diferentes reinos hasta culminar con la unión de las coronas de Aragón y de Castilla, la toma de Granada, en 1492, y la conformación como nación (nación de naciones o nacionalidades). Sin perder de vista que a ese acontecimiento se suma, por desgracia para España, la promulgación del decreto de expulsión de los judíos y la consiguiente implantación de la Inquisición, que marcarían el germen del declive de ese pluralismo cultural, religioso y económico, incluso antes de alcanzar la plenitud como aquella nación o imperio donde no se ponía el sol. Todavía hoy se sufren las consecuencias de aquel desastre para la convivencia plural y el progreso económico basado en la creatividad, la productividad y la generación de valor añadido y no en el secuestro de la riqueza en los arcones de los hidalgos cortos de miras que prevaleció entonces, o en el flujo especulativo en estos tiempos de globalización. No obstante, es incontestable el progreso jamás alcanzado por este país en los últimos cincuenta años y las altas cotas de libertad y bienestar general logradas durante el actual período democrático, ahora en riesgo por las tensiones de un ciclo económico negativo y que podría dar al traste con décadas de relativa bonanza.

La crisis económica ha puesto al descubierto la quiebra del Estado de las Autonomías y la necesidad de replantearse el modelo, ya sea en el marco constitucional, ya sea en la vertiente reformista del texto fundamental.

Las "Españas", y no España, siguen latentes en el sustrato de la conciencia colectiva en cada región o comunidad autónoma, y me refiero a las históricas Catalunya, Euskadi y Galicia, con sus tira y afloja desde el punto de sus tendencias hacia la autodeterminación e independencia o soberanía, al menos, en la expresión de las formaciones nacionalistas radicales o extremistas o simplemente por intereses meramente económicos. Cada autonomía ha gestionado con desigual fortuna sus recursos. Los hechos son contundentes, verbigracia: recortes sociales y ajustes en momentos de reducción de ingresos y de caída de la producción en Cataluña, Valencia o Canarias, tal vez por la duplicidad de funciones o competencias en sanidad, educación, servicios sociales, empleo o policía.

La solución a la crisis no está solo en los recortes y en la reeducación que se deriva de las adversidades, sino en la búsqueda de la manera de retomar la senda del crecimiento por encima del 3% del Producto Interior Bruto que devuelva la confianza e ilusión al conjunto de los ciudadanos.