En el valle de El Palmar, a 360 metros sobre el nivel del mar y en la zona conocida como Hoya del Camello, se extiende un manto de viñedos que parecen saltar en escalones hacia la mar. La finca, bien orientada para recibir las caricias del alisio y moderadamente expuesta a la insolación, pero con el cascajo bien cubierto, lleva el sello de Teobaldo Méndez González, maestro obrador.

Con la mirada casi perdida en el horizonte, recuerda el entronque con la tierra que lo vio nacer. De sus palabras se desprende la complicidad que lo liga con árboles como el aderno, mientras subraya la fortaleza de la raíz, la herencia de sus padres, agricultores dedicados a la exportación de tomate y plátano hacia los mercados ingleses, que mantenían los viñedos en la parte alta del pueblo, en el fértil valle de El Palmar, explotados bajo el sistema de medianías, de igual manera que en los pagos de Teno Alto se ubicaban las queserías, con sus pastores y los rebaños de cabras.

"Ésta es una tierra agradecida", asegura Teobaldo convencido, y lo afirma desde una relación de profundo respeto hacia el entorno. Basta con pararse y mirarlo detenidamente a los ojos, o bien poner el oído cuando refiere las variedades de uva, para intuir destellos dulces en la pronunciación de listán negro y blanco, gual, tintilla, baboso y vijariego negro...

Los terrenos acogen un mundo de viñedos dispuestos en espaldera, fundamentalmente, pero en los que se alternan también las parras a ras de suelo e incluso las que se orillan, como cuando compartían espacio con las papas.

De este conjunto surgen un blanco seco y un tinto del año, si bien se mantienen barricas de roble allier francés y americano por, si se tercia, darle al vino algunos pases. Con todo, de un tiempo a esta parte la producción se orienta a la venta a granel, más desahogada, si bien los vinos se someten al control del Consejo.

Ya en la casona de Buenavista, sobre traviesas de madera y piso de tierra batida, Teobaldo rememora el vino clarete, típico de El Palmar, del que conserva la primera botella, de la cosecha de 1994, en cuya etiqueta, donde figuran a plumilla las siluetas de la bodega y el risco, es posible leer aquello de vino de la tierra.

En su enoteca, lugar de encuentro, se arraciman barricas, tradición y los aromas que desprenden los vinos arraigados en la fertilidad del valle más dulce.