No hay recetas inamovibles, que no admitan una interpretación personal, por mucho que se empeñen los puristas. Una receta, como dijo el gran Jesús María Oyarbide, es como una partitura: la de la Sexta Sinfonía de Beethoven era igual para Von Karajan que para Abbado o Bernstein, pero cada cual le daba su propio sello.

En la cocina hay que enredar, siempre que el enredante tenga unas ciertas nociones de lo que hace. Y hay enredos que dan muy buenos resultados.

Todo amante de la cocina italiana, y hasta los asiduos a la "itañola", sabe que el pesto es una salsa a base de albahaca, típica de Génova, que suele usarse para condimentar la pasta. Es una de las glorias de la que fue poderosa República de Génova, que disputó durante mucho tiempo la supremacía en el comercio marítimo mediterráneo a la de Venecia.

La albahaca es una hierba ilustre, con mucha historia dentro. Dejando a un lado su nombre en castellano, que procede del árabe, en otras lenguas europeas se la llama "basilico" o "basilic", palabras que hacen referencia al griego "basileos", que significa "rey". La albahaca es, pues, la hierba del rey, así que... un respeto.

En el otro extremo de la escala socio-botánica está el humilde jaramago, que crece en terrenos incultos: solares, cunetas... Desde hace unos años, el despreciado jaramago, tenido por mala hierba, ha escalado posiciones, y hoy entra en las más elegantes ensaladas.

Eso sí, no con su nombre, ni con el tradicional de oruga, que a muchos hará pensar en la procesionaria, sino italianizándose como rúcula. Una versión vegetal de "El príncipe y el mendigo", pero sin la pluma de Mark Twain.

Bien, pues hace unos días, enredando, pensamos que podía estar bien un pesto en el que sustituyéramos la albahaca por la rúcula, manteniendo los demás ingredientes.

En casa nos gusta mucho la rúcula, así que nos pusimos a ello. Para los dos, lavamos al chorro de agua fría algo menos de la mitad de un paquete de rúcula, digamos unos cuarenta gramos. Secamos las hojas y las pusimos en el vaso del robot de cocina, en compañía de un diente de ajo, unos granos de sal marina y un hilito de aceite virgen.

Hicimos funcionar unos segundos el robot, suficientes para lograr una crema verde brillante. Le incorporamos entonces unos treinta gramos de piñones, que habíamos pasado antes unos segundos por una sartén seca y muy caliente, al objeto de potenciar su maravilloso aroma. Pensando en verde, añadimos una decena de pistachos, de los verdes que ya vienen pelados, sometidos al mismo tratamiento. Más vueltas del robot.

Vino luego el momento de incorporar el queso. Un pesto genovés mezclaría parmesano con pecorino sardo; nosotros nos quedamos con el primero, otros cuarenta gramos más o menos. Batimos bien (todas estas operaciones son muy rápidas) y procedimos a añadir medio vasito de aceite virgen. Últimas vueltas... y ya estaba lista nuestra versión de otro pesto.

Lo cubrimos con aceite, lo tapamos con papel film y lo metimos en la nevera; aguanta un par de días, tres a lo sumo (el pesto de albahaca, igual). El frío hizo que se compactara, y nuestra curiosidad nos llevó a probarlo: primero, una cucharadita y después un par de tostaditas de pan. El resultado superó nuestras expectativas. Magnífico.

Así que cocimos al dente unos buenos espaguetis. Mojamos nuestro pesto con un par de cucharadas del agua de cocción de la pasta y, como mandan los cánones, vertimos ésta sobre la salsa, no al revés. Mezclamos bien y llevamos los espaguetis, teñidos de verde, a la mesa. Nada más, ni siquiera más parmesano rallado. Deliciosos. Nuestra variante del pesto es un punto más picante que la ortodoxa, pero de lo más convincente. Valió la pena, y habrá nuevas ediciones.

Ya ven ustedes: partimos de una hierba ilustrísima, que se atribuye a la realeza, y la cambiamos por un hierbajo que crece a su aire en cualquier sitio.

Parafraseando al Tenorio, podríamos decir: "Yo a los palacios subí, yo a las cunetas bajé, y en ambos sitios hallé buenas hierbas para mí". Y es que el sabio al que Calderón llama "pobre y mísero" por alimentarse de las hierbas que cogía no era ni una cosa ni otra: era... un gourmet adelantado a su tiempo.

Ahora en serio: el pesto es una de las grandes salsas mediterráneas, quizá procedente de esa salsa madre que es el alioli.

Existen muchas variaciones, caso del muy provenzal pistou con el que se perfuma una minestrone de verduras de verano, o las versiones sicilianas de una salsa de la que hay constancia escrita desde mediados del siglo IX, aunque hay quien dice que ya Virgilio hablaba de una salsa de albahaca, ajo y aceite, o sea: una especie de alioli verde.

En fin, lo que quería decirles es que se animen a enredar en la cocina: acaban saliendo cosas de lo más satisfactorias y, además, pasarán un rato entretenidos. Anímense.