A PESAR de haber relatado numerosos casos médicos en mi libro "40 años de medicina rural en Arona", no puedo evitar la tentación de relatar este hecho que considero ejemplar en el acontecer de la medicina rural. La fecha no la puedo recordar, pero sí que hace mucho tiempo que ocurrieron estos hechos. Una tarde estaba yo en mi casa de Los Cristianos, mejor en casa de mis suegros, departiendo en unión del Dr. Juan Bethencourt Fumero, nativo, amigo fiel, excompañero de Facultad en Salamanca (1947-48). Era una tarde cualquiera y el pueblo, poco numeroso, parecía rendir culto al silencio. Estábamos sentados en el hall de mi casa recordando tiempos idos. En esto se escuchó como un ruido en la calle, parecido al zumbar de las abejas a las puertas de la colmena. Me asomé a la puerta y pregunté a un viandante qué es lo ocurrido para tal rumor. "Abelardo Martín está muy grave en su casa de la avenida de Suecia", me dijo. Era este buen hombre un tipo de gran estatura y corpulencia, siempre con la sonrisa en los labios. En esto Juan me dice: "Si está enfermo, pertenece a mi cupo; yo debo estar con él".

Cogí mi maletín negro y salimos escaleras arriba. Al llegar a la casa, el gentío era enorme, quitando al hombre que agonizaba el poco aire que le quedaba. Desalojé la habitación y allí mi jefe, el Dr. Calamita, atendiendo al pobre Abelardo. En esto Juan me dice: "Este hombre padece un edema agudo de pulmón y se nos muere si no tenemos una ampolla de adrenalina". Y ahí surge el milagro, ya que en mi maletín estaba la droga salvadora. Se la inyectó por vía endovenosa y Abelardo volvió al mundo de los vivos.

Este hombre, que se dedicaba a temas de galerías de aguas, durante años convivió con Concha, de la que tuvo dos hijos. Pero un día -el amor es así-, aparece en su vida otra mujer que había quedado viuda, ya que su esposo murió por efectos de un barreno, y se fueron a la vicaría. De esta unión nacieron otros hijos, algunos de ellos destacados futbolistas.

Este relato es un canto de admiración y gratitud a la nunca bien valorada medicina rural, la que yo mencioné en un capítulo titulado "La medicina rural siempre", de mi primer libro "40 años de medicina rural en Arona".

La medicina en el medio rural de entonces en nada se parecía a la actual. Estas batas blancas, pasillos adelante, pasillo atrás con fonendo al cuello y al problema, a la clínica... Eso no es cosa mía. Pero verse solo ante el peligro con la muerte rondando los talones, esperando tomar a su presa, eso es otro cantar. Por eso bendigo a Dios, por permitirme después de unas duras prácticas hospitalarias llegar a estas olvidadas latitudes en 1954. Me ha dado la más grande de las satisfacciones.

Relatamaos al obrero Fermín Reyes, un gran hombre, de estatura y de corazón, con la amputación traumática de uno de sus brazos. O la tarde que tuvo que acudir a la vivienda-cueva en la finca "Los Curbelos" a un parto presentado de "cara". Terrorífico. Y por último la tarde en un accidente de coche se llevó la vida de un hombre joven. Mientras yo asistía en mi consulta al superviviente bajo la atenta mirada del Dr. Calamita y el brigada Lomillo, jefe de la Línea de la Guardia Civil. En esto llega un encargado de la Cía-DUMEZ (se estaba construyendo la autovía del Sur), portando en brazos el cadáver de un hombre joven, que era el otro ocupante del vehículo. ¿Qué hago con esto? Póngalo en el pasillo. Así era la medicina rural que yo ejercí y a la que volvería sin dudarlo un momento.