SIN IR tan atrás en la historia, el asombro lo tuvo el zar Nicolás II cuando, a pesar de lo bien que creía que lo estaba haciendo, que gobernaba con tacto y equidad ese inmenso país que era Rusia, le tocaron a las puertas del Palacio de Invierno unos revoltosos arengados por unos desarrapados e intelectuales que querían cambiar el mundo y, cabizbajo, junto con su familia, se fue camino de la ejecución.

Lo tuvieron también las cancillerías europeas comandadas por el superinteligente míster Churchill, que, creyéndose que aún su imperio colonial era irresistible y que sus mercados seguían irrumpiendo en los puertos del mundo, un paranoico se creyó más listo que él y con unas ansias imperialistas desorbitadas preparó sus tanques, adiestró a millones de hombres para la guerra, calentó los motores de sus aviones y se dispuso a arrasar con el continente europeo. Estuvo a punto de conseguirlo, pero, sin pensarlo, dentro del monstruo nacieron los enanos que lo destruyeron paulatinamente hasta acabar con él en un búnker donde aún creía que tenía fuerzas, no se doblegaría y que desde las ruinas de una Alemania destrozada por las bombas podría reconstruir el Tercer Reich. (Lo que sí logró más tarde Angela Merkel).

Y luego los bloques, la guerra fría, el primer satélite a la Luna, el primer hombre que cruzó el espacio, donde el que más y el que menos tenía sus proyectos ocultos. Que cuando nos fueron diciendo y haciéndonos ver de lo que disponían no salimos de nuestro asombro, sobre todo, cuando se demonizaba al comunismo ruso, que era una antigualla científica, y fue la perra Laika la que primero viajó en la nave soviética, Sputnik II camino de la Luna, dejando a los americanos boquiabiertos.

Y cuando Europa se infla el pecho de gozo porque se han dejado atrás las rémoras y las guerras que ocasionaron millones de muertos, cuando se edifica una nueva estructura que intenta ser modélica y se le pone el nombre del euro como sostén de ese edificio, resulta que se resquebraja y sus moradores se van afuera, corriendo hacia otros que los acojan para discutir el inmediato derrumbe y poder afrontar ese asombro que no estaba previsto y que, de buenas a primeras, la hecatombe se presenta y los coge con el paso cambiado.

Y cuando se nos habla de la unidad política europea, más de uno se lo llegó a creer, aun sin saber qué rumbo tomaría la economía, y siendo ahora la incertidumbre lo que domina, como para pensar en alianzas políticas cuando las económicas están instaladas en el traperismo y en la trampa de la dilación.

El asombro se ha instaurado en la historia del mundo como acicate o como disponibilidad de nuevas empresas, o también como quietismo, o destemplanza, como no saber qué hacer, como si aquellos que eran buenos amigos se dispersaran en un sálvese quien pueda, quedando atrás las ventajas y los discursos democráticos, los valores compartidos que se ahogaron en la insolidaridad más decadente.

Y ya el asombro toma su esencia ontológica cuando se nos dice, por parte de los predicadores del ajuste y de que hay que apretarse el cinturón, como José María Aznar, el que tiene como emolumentos al año de 1,5 millones de euros como consejero de empresas, conferenciante de alto copete, escritor de libros mediocres, además de su sueldo vitalicio de expresidente. Asombro al que también le acompaña otro de los próceres y que nos marca el camino, como Felipe González, que tampoco se queda atrás en su cuenta corriente.

Asombro total producido por los discurseadores, que se lo pasan estupendamente bien desde su exultancia, y que el personal, por supuesto, está dispuesto a oír sus sabios consejos, aunque lo que logran es que el espacio de ese asombro sea cada vez mayor.

Juan Jesús Ayala