Que el gazpacho es uno de los platos populares que más ha evolucionado es algo que nadie que se moleste en una mínima investigación podrá poner en duda; que es, al mismo tiempo, uno de los platos que suscita más reacciones "puristas" u "ortodoxas", resulta evidente.

Para los ortodoxos de la cocina, cualquier intento de alteración de lo que ellos entienden como orden establecido es una herejía. Olvidan, como los ortodoxos de cualquier campo, que el mundo ha progresado a golpe de lo que los inmovilistas consideraron herejías. La gastronomía, también, y por eso no es adecuado poner puertas al campo en este terreno y sí dejar que sea el tiempo el que decida.

Del gazpacho del que huía Sancho Panza al gazpacho del siglo XXI hay un abismo, a favor, desde luego, del actual. No creo que una simple emulsión de aceite, agua, vinagre y sal, con pan duro desmigado y ajos, sea un plato demasiado apetecible. La incorporación de lo vegetal, del tomate, resultó decisiva para la aceptación y el éxito del plato, que ya Emilia Pardo Bazán consideraba digno de servirse en la mesa de Palacio.

Bien, tradicionalmente el gazpacho se presentaba acompañado de una serie de platitos que contenían la mal llamada "guarnición" (el Diccionario limita el término a los acompañamientos de carnes o pescados), consistente en daditos minúsculos de algunos de los ingredientes de los que constaba (o podía constar) el plato: tomate, pimiento, pepino, cebolla, pan seco...

Los modos culinarios de los 70 introdujeron, entre otras muchas, la moda de los "gazpachos de marisco", principalmente de bogavante, coincidiendo con la importación masiva de bogavantes del otro lado del océano.

En lugar de alargarlos y aclararlos con agua clara, se usaba la de cocer el crustáceo. Y en vez de los "tropezones" tradicionales, se servían como elemento sólido algunas rodajas del majestuoso marisco. Quien dice bogavante dice, por supuesto, carabinero, gamba u otros sustitutivos.

El gazpacho, además, fue aligerándose. Ya no es el único alimento que tomaba, a mediodía, un bracero, sino una refrescante entrada de un almuerzo, comida o cena. No necesita ser un gran suministrador de calorías: al contrario. De modo que el pan fue haciéndose testimonial, y en muchos casos ha desaparecido como ingrediente principal. Algo parecido, pero por motivos diferentes, ha ocurrido con el ajo: un gazpacho no ha de saber a ajo, sino a gazpacho.

En casa, donde amamos el gazpacho, hace tiempo que hemos evolucionado hasta nuestra propia versión: tomate, pepino (purgado para evitarle tentaciones repetitivas), pimiento (aporte cromático), algo de cebolla, semillas de ajonjolí (sésamo), un aire de ajo y, claro, aceite virgen, buen vinagre (de Jerez, naturalmente) y sal marina.

Pero el pan sigue presente como aditamento. Hace tiempo redujimos la "guarnición" a daditos de pan secados en el horno, sin más. Luego experimentamos una temporada con las "regañás" al ajonjolí, troceaditas. Hoy apelamos nuevamente a los costroncillos de pan, pero más pícaros.

Digo "costroncillos". "Costrón", dice el DRAE, es un "trozo de pan frito, de forma regular, con que se adornan ciertos guisos". En Wikipedia, si ustedes van a la voz "croûton" les dirán que significa "cuscurro". Y no. El cuscurro (o "corrusco") no es eso, sino la parte más tostada del pan, normalmente los extremos, las puntas.

Mejor el Larousse, para el que un "croûton" es un "pequeño trozo de pan de forma variable, asado, dorado en mantequilla, frito en aceite o secado en el horno, al natural o frotado con ajo".

Ahí queremos llegar. Nuestros costrones tienen aroma de ajo y guindilla. Al ponerlos en la bandeja de horno, los salpicamos con un aceite perfumado con esos dos elementos, que tenemos siempre a mano y usamos frecuentemente.

Una vez secos e impregnados de aroma y ligero picor, están listos para usar. Ojo: no son "tostas", ni picatostes, sino, en buen castellano, costrones, por feo que sea el nombrecito, que lo es... pero no vamos a decir nosotros la tan frecuente y televisiva necedad de "ay, es que se me ha olvidado cómo se llama esto en español...".

Pero hay que usarlos con parsimonia, es decir, echando en el gazpacho (y quien dice gazpacho dice una crema fría o caliente) de dos en dos o de tres en tres... para evitar que se empapen y se conviertan en sopas, perdiendo uno de sus atractivos básicos, que es la textura crujiente, que hace que trisquen en la boca.

Y es curioso: si comen estos costroncillos tal cual, notarán que pican, calientan la boca; puestos en el gazpacho, se civilizan, aportan un toque de alegría, un apunte popular muy agradable.

¿Heterodoxo? Todavía no ha habido un Menéndez Pelayo que haga una historia de los heterodoxos gastronómicos. El Santo Oficio no tiene sitio en la cocina, aunque el de cocinero no sea un oficio santo.

No hace falta Inquisición: como decimos, son el tiempo y el público quienes dictaminan lo que está bien y lo que no. Y a ver quién es capaz de negar que fue un benefactor de la humanidad quien tuvo la osadía de ponerle tomate al gazpacho.