"Las últimas consecuencias del espíritu individualista en la economía: la libre concurrencia se ha destruido a sí misma, la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre".

(Carta encíclica del Papa Pío XI, 1931).

QUIZÁS crea usted que me he vuelto loco, que defiendo aquí la reivindicación de nuestros hermanos catalanes de enfrentar, al fin, el fenómeno secesionista. No, no es eso, me refiero a algo trascendente. Nuestra carta magna, la del consenso, la que está vigente, afirmo, necesita un profundo trabajo de chapa y pintura para transitar por este apasionante siglo XXI. Un nuevo texto constitucional que honre los valores como guía de la conducta, sí, algo tan básico, pero ahora ausente: los valores como pilares de la convivencia ciudadana.

Fue Alfonso Cavallé quien me abrió los ojos con su conferencia de la pasada semana sobre la conmemoración del doscientos aniversario de la Constitución de Cádiz de 1812, desconocida para mí, confieso. Disfrutamos con una inesperada interpretación humanista. Citó el artículo 13: "El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin último de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen". Fantástico, felicidad y bienestar, dos potentes ideas que debemos defender hoy en día con ahínco cuando la política se entretiene con distracciones mundanas.

Cavallé centró su disertación en el artículo 6: "El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos". Qué maravilla, estas cuestiones en un texto legal: la felicidad, el bienestar, el amor, la justicia y la solidaridad, de las que adolece nuestra constitución postfranquista. El ponente hizo hincapié en la importancia de los deberes, que junto con los derechos son caras de una misma moneda.

Ser justos y benéficos, que alude a la conducta del individuo en todos los ámbitos, en sus relaciones personales, como guía para el legislador o para el gobernante, y también para el empresario. Frente al deber moral de la solidaridad, que sólo es exigible en conciencia, el deber jurídico lo es siempre. Constata la evidencia de que vivimos en sociedad, de que es necesario el compromiso por el bien común y nos protege de los comportamientos egoístas, del individualismo y de las proclamas liberales que vuelven a estar tan de moda. Y solidaridad también en el mundo de la empresa, porque no solo hablamos de capital y beneficios, sino de prestar un servicio a la comunidad. Y en los mercados financieros antes de que desaparezcan fagocitados por ellos mismos.

Reforma urgente, sí, para introducir valores y hacer que trasciendan a la vida pública y a la vida privada de los españoles.

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