Todas las semanas, la asociación de vecinos Ramarim del barrio de Miramar, en Ofra-Costa Sur, recibe la llamada de personas con necesidades básicas que reclaman alimentos para sus familias. Siempre encuentran la ayuda de Juan Antonio Díaz Hernández, quien, a sus 78 años bien llevados, es el responsable de la "logística" en el colectivo y en el club de mayores Mira y Mar. "Lo pasé tan mal de niño que intento que no le ocurra a nadie lo mismo que a mí".

"Repartimos alimentos cuando tenemos. Los pedimos al Banco de Alimentos y luego se los damos a los que lo necesiten, sean de aquí o no, porque muchos vienen derivados desde los servicios sociales", apunta entre sacos, latas y comida perecedera.

"Este es un barrio envejecido -aclara-, aunque se nota el retorno por la crisis de quienes han tenido que volver a casa de sus padres. Hay mucha necesidad".

Hace cuatro décadas, en 1973, llegó a Miramar junto a su esposa, Lucía, natural de La Caleta de Interián, con la que tuvo tres hijos. "Vivía en la Cuesta Piedra, una señora no pudo pagar la entrada de la casa y la cogimos", explica. Desde 1988, el piso es suyo tras abonar el alquiler cada mes "religiosamente". Allí disfruta del retiro tras jubilarse en 1999.

"Nací en La Laguna, en la calle Núñez de la Peña y en el seno de una familia muy humilde que formaban mis padres, Julián y Carmen, y sus hijos, mis cuatro hermanos y yo. Apenas pude estar cinco meses en el colegio porque había que ayudar en casa", señala. Desde niño, Juan, con un cuerpo que le hacía parecer mayor, hizo de todo para ganarse el pan. Recogió higos secos para estiércol; papas por los huertos de media isla o gomas, papeles, cobre, aluminio y cristales destinados a las chatarras. "También vendí piche, leña y carbón en las ventas, donde llevaba manojitos de tea", añade.

Juan entró como aprendiz en la empresa Entrenacanales, donde trabajaba su padre ("le llevaba la comida, gofio escaldado y plátanos, y la escondía por vergüenza"). "Estuve siete días a prueba. Me dieron una azada y las manos se me llenaron de callos. Mi padre me dijo que había que aguantar, que me orinara en las manos, y eso hice". Tras dos años de lavar coches en una gasolinera de la Cruz del Señor, otros tres en los talleres de Transportes de Tenerife, frente a la plaza de toros, y un tiempo en la Unión de Autobuses Urbanos como engrasador, en 1957 se casó y llegó "la tranquilidad en la Texaco de la Vuelta de los Pájaros, donde me jubilé 37 años después".

"Ojalá no llegue a ser como lo que viví, pero el futuro lo veo muy mal", concluyó Juan Antonio, la cara solidaria de Miramar.

"No eran lunares, sino cagadas de pulga"

Hombre emprendedor y hecho a sí mismo, Juan Antonio es ahora un "veterano" solidario y servicial , implicado en ayudar a los más necesitados. "El problema hoy es que no hay trabajo; en mi época no faltaba, aunque fuera duro. El paro es brutal, sobre todo entre los jóvenes, y también la falta de formación". Una vida tan intensa da para muchas anécdotas. "Dormíamos los cinco hermanos -cuenta- en colchones de crin o paja. Al día siguiente iba por la calle y la gente se sorprendía de mis lunares en el cuello. Pero no eran lunares, sino cagadas de pulga. Una vez se me metió una en el oído y mi madre me la sacó con aceite".

Otra curiosidad le pasó "a los 16 años. Era peón para un estraperlista. En la Cuesta de las Tablas (El Chorrillo), una zona muy empinada, iba en el camión y me caí junto a dos sacos de café. El chófer no se dio cuenta y pasé toda la noche en la cuneta. Al día siguiente, el patrón vino en su propio coche a recogerme. Pero no abandoné la mercancía".

Ya en el cuartel, "fui el asistente de un teniente que se quedaba en los pabellones de la plaza del Cristo. Un día estaba solo y me dio por afeitarme y perfumarme con sus cosas. Salí como un dandy, pero si me coge estaría todavía preso en el castillo".