Siempre protagonistas. No saben lo que pasa en la calle. De las miserias, sí, dispuestos para la foto y la limosna, pero del drama de un país que no funciona, no, no tienen ni idea. Mas ¿qué podíamos esperar de una caterva de leguleyos que jamás se ha enfrentado ni a buscar trabajo ni mucho menos a tratar de abrir una empresa? Porque el problema no es de grandes leyes sino de pequeñas trabas cotidianas, enormes paradojas, piedritas que entorpecen la actividad económica y empujan a la parroquia al fraude y a una coexistencia sumergida al margen del sistema.

Autónomos. En qué cabeza cabe que el seguro de autónomo se pague por meses completos, cerca de trescientos euros en su versión más austera; y si el trabajo me sale el día veinte y no puede esperar... O a quién se le ocurrió que ese mismo valiente -el que se atreve a salir del mullido colchón de la chapuza sin factura- deba recaudar y liquidar los impuestos indirectos, el IGIC, para entendernos; liquidación que no se puede hacer desde casa con un formulario electrónico y una tarjeta de crédito, sino que requiere el clásico procedimiento de pedir número, hacer cola y rellenar los impresos por triplicado. Para la Administración el tiempo de sus administrados no vale nada, ninguna facilidad para que podamos cumplir nuestras obligaciones. De qué sirven medidas que incentiven el trabajo por cuenta propia con semejante embrollo burocrático y tales compromisos de pago nada más empezar.

El subsidio de desempleo. No está pensado para que el afectado encuentre trabajo antes de finalizar la prestación. Es entendible que un parado no acepte una oportunidad de prueba; se queda colgado si la cosa no funciona o si es solo por unos días o por unos meses. Además, el cobrar por no trabajar fija un umbral que hace poco atractivas casi todas las ofertas de empleo. La mayoría absoluta, seis millones de desempleados y un grave problema de déficit público, debería ser suficiente para que el partido en el gobierno proponga algo distinto; un partido de derechas, por cierto, poco sospechoso de fomentar la sopa boba, al menos en teoría. Y me atrevo a sugerir que el paro funcione como un seguro, que en vez de días, acumule dinero en la cuenta de cada cotizante, que podamos disponer de él cuando la necesidad apriete -con las limitaciones razonables en los pagos mensuales-, que no haga falta ser despedido para cobrar (esta absurda condición nunca la entendí) y que lo que sobre después de una vida de trabajo lo incorporemos a nuestra pensión de jubilación.

Sentido común. Te echamos de menos.

El REF y sus secuelas. Para qué sirve una flamante declaración de buenas intenciones en forma de ley, plagada de ayudas y subvenciones, si en la práctica no se cumple o se demuestra inaplicable. El legislador pretende que tales o cuales supuestos se puedan acoger a la reserva para inversiones, por poner un ejemplo, pero la inspección de Hacienda interpreta que no y punto; sanciona y reclama el impuesto no liquidado con sus intereses de demora; vaya usted después al juzgado. O que Canarias esté exenta del IVA, que obliga a todo el entramado aduanero que dificulta el libre comercio con el mundo globalizado y justifica la existencia del IGIC con su maquinaria recaudatoria... No creo que nadie haya hecho los números para comprobar si al ciudadano (y a la propia Administración) todo este jaleo le sale a cuenta. O la bonificación de las cargas sociales en los nuevos contratos laborales con requisitos que no se dan en este planeta. No tenemos un problema de estrategia política sino de pulir los pequeños detalles y, para eso, solo cabe remangarse y meter los pies en el barro.

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