Le escuché esta semana a Rafael Doménech -eminencia, economista y uno de los jefes del servicio de estudios de BBVA- las proyecciones así lo indican. Tocamos fondo como preludio de la recuperación económica prevista para el año que viene. Es de agradecer el mensaje optimista, una brisa de esperanza con fundamentos elaborada por un equipo de profesionales que ni especula ni suele fallar. Habló de la confianza exterior que permite mitigar las tensiones financieras, de la recuperación en nuestro entorno de la UE y del menor impacto en los ajustes al esperado. Avaló la necesidad de los recortes para equilibrar las cuentas públicas y agradeció el apoyo del Banco Central Europeo y de nuestros socios, incluida Alemania, por cierto, que nos permiten una prórroga razonable para reinventarnos.

Pregunto. Estas cosas tiene la economía, porque es probable que el análisis sea el correcto y que este año acabe la crisis. Un tanto inentendible, confieso, porque seguimos igual, toda reforma anunciada ha quedado en mero maquillaje. Ni las administraciones reducen su tamaño ni se controla el fraude ni se dan las condiciones para que se cree empleo. De hecho, Doménech planteó que el crecimiento en Canarias pasa por aceptar y poner solución inmediata a tres grandes retos: incremento de la competitividad, con su reducción salarial, adecuación del entorno regulatorio, que debe ser más simple y con menos cargas para las empresas, y mejora del capital humano, que no recibe formación suficiente. Controlar los elementos que intervienen en las finanzas internacionales no está en nuestra mano, pero simplificar la burocracia y formar a nuestros hijos sí que lo está. A igualdad de inversión por alumno, denunció, los resultados académicos son peores en Canarias que en otras regiones españolas. Queda claro que el dinero no es suficiente, que el sistema adolece de vocación de quienes se dedican a la docencia y de interés por parte de los padres. Y así en todo lo demás.

Cuestión de enfoque. Ocúpate solo de aquello que esté en tu mano.

Exclamo. Cuando un señor de Vecindario declara en la radio que dejará huérfanos a sus hijos de seis y siete años si al final se consuma el desahucio de su casa; huérfanos por la vía expedita de quitarse la vida. Y punto. Que si está en paro, que si busca trabajo y no encuentra, que si ya lleva pagados trece años de hipoteca, en fin. Cuando la vida vale menos que una pajolera vivienda en propiedad es que hemos caído -como sociedad- en un pozo sin fondo. Porque este tipo, me da, no amenaza de broma. A lo mejor piensa inmolarse, a modo de sacrificio, para que las partes en conflicto hablen en serio. Los unos, que no pretendan acabar con tanta alegría con la obligación de pago cuando se contrae una deuda y que acepten una salida personal menos airosa, se conformen con una ayuda y/o un piso en alquiler a bajo coste, en su caso, que les permita sortear el bache. Y los otros, para que flexibilicen las condiciones cuando sucede el impago y busquen la manera de compensar a quienes han abonado sus cuotas durante muchos años y ahora no pueden, revertirles la parte del capital invertido o cualquier otra medida imaginativa. Acabar con el mercado inmobiliario y con el valor de garantía de los inmuebles no parece una solución muy inteligente.

Deseo. Tanta vehemencia por parte de Manuel Fernández, diputado y alto cargo del PP en Canarias, que defiende sin fisuras la actuación de su partido en Madrid, su incapacidad para escuchar siquiera una crítica o sostener un debate constructivo. Tanto desenfoque del presidente Rivero en su acción de gobierno. Tanto miedo a cambiar lo que no funciona. No, no hemos tocado fondo. Falta espíritu revolucionario; apúntese. ¡Viva la revolución!

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