La Transvulcania se cuenta mejor por dentro. Inmerso en la aventura de los 83 kilómetros. Para narrarla no es suficiente con ir a la salida ni tan siquiera con interpretar el semblante de los ultrafondistas. Hay que vivirla... y sufrirla. Uno de los redactores de EL DÍA participó en la prueba. El objetivo no era solo salir sino llegar, sí acabar, dentro de las 18 horas que marca la organización. Es la historia de una locura que acabó bien.

Los atletas van llegando al faro. Son las cuatro de la mañana y la costa de Fuencaliente se salpica de corredores. Las conversaciones giran en torno a la dureza de la prueba. El 90% solo piensa en acabar. Kilian solo hay uno. Hablas con corredores de la "corta". El público debe saber que la media maratón no es un paseo. Es durísima. Exigente. Sin opciones para el respiro. Por megafonía se anuncia que es hora de pasar el control. El chip que llevas amarrado en el cordón del tenis registra tus datos. Cada participante lleva uno adosado. Sientes algo raro en el estómago. Entre nerviosismo e inseguridad. Es un gusanillo enriquecedor. "¿Dónde me he metido?", reflexionas. Entrevistan sobre el escenario a los cabezas de serie. Entre el mogollón, te importa poco lo que dicen. Miras alrededor y te emocionas.

Arranca la prueba. Los que salen más adelante, van como motos. El resto sufre un atasco de casi diez minutos. Es un estrecho sendero para casi 1.700 personas. Te lo tomas con sosiego. Al menos, lo intentas. Llegan las primeras cuestas. Puro picón. Se te entierran los pies. La subida se hace lenta. Por delante y por detrás, un manto de luces que salen de los frontales. Estás al nivel del mar y hay que llegar al Roque de los Muchachos, que está a casi 2.400 metros de altura. Si lo piensas, te dan ganas de huir. La entrada en el casco de Fuencaliente no hay forma de describirla. Si eres corredor, del primero al último, te sientes, aunque sea por un instante, una estrella. Y no es chorra. Hay aficionados a ambos lados de la calzada, con el espacio justo para pasar entre ellos. Ponen las manos para que las choques. Te da un subidón. Son las siete de la mañana y lo viven con pasión. Todo el pueblo en la calle. Gracias, de parte de todos.

Hasta Las Deseadas hay cuestas que rompen las piernas. Las piernas y el alma. Ya van juntos corredores de la "corta" y de la ultra. Algunos cantan, otros dicen eso de "estamos locos, más nunca...". Llega la bajada. Son unos cuatro kilómetros hasta el refugio del Pilar. Allí esperan otros miles de aficionados. Los voluntarios de la Transvulcania se esfuerzan por ayudar a los atletas. Un avituallamiento con líquido y sólido. Se producen las primeras bajas. Gente que se apuntó para la "larga" pero que ha decidido ceder ante la dureza de lo que viene.

Hay calor y la pista de La Hilera, que separa al Este del Oeste, es un buen tramo de 6 kilómetros para tomar aire antes de la subida al Reventón. Su nombre lo dice todo. A partir de aquí, con tantos kilómetros a cuestas, llega el sufrimiento. Antes es duro, pero ahora sabes que la prueba te llevará al límite. Hablas con gente que ni conoces, mientras intercambias ánimos, aveces incluso abrazos. Observas más retirados. El terreno se empina. Gente estira la musculatura. Otros buscan sombra entre los pinos.

La organización despliega su equipo médico en la Punta de los Roques. Allí llegas "muerto". Fran Ferraz y su gente preguntan por el estado de cada participante. Si estás muy mal, te mandan a casa. Riesgos, los justos. La Transvulcania protege a sus atletas. Hasta el Pico de la Nieves piensas 10 ó 20 veces en irte. Es todo de "coco". Quieres sacarte el chip y que te bajen a casa. "No tengo necesidad de sufrir", te dices. Unos lo piensan, otros lo hacen. No fueron pocos los que en ese monte acabaron la travesía.

Hasta el Roque de los Muchachos son unos 11 kilómetros. La pista se allana. Te da aire, pero te engaña. Ves cerca los telescopios, pero cuanto más corres hacia ellos más lejos parecen estar. Los maldices. Aquí ya se ayuda todo el mundo. El cansancio lleva a un límite que quita los complejos. Hay también risas tras comentarios como "vamos que Kilian (el ganador de la prueba) está cerca". En verdad, tras más de 10 horas, el catalán ya estaba en el hotel, bañado y comido. Te encuentras aficionados en cualquier rincón. A más de dos mil metros de altura hay voces que dicen "vamos valiente" . Miras a aquella gente y entiendes que lo dicen de verdad. Que les sale desde dentro. En la flojera, los ojos se te humedecen. Tras la última subida, se llega al pico de la Isla. Coca cola, barritas energéticas y los soñados macarrones. Piensas en ellos desde diez kilómetros antes. Son los mejores macarrones de nunca has comido.

La bajada hasta Tazacorte es dura. Quien solo escribe desde una oficina, no lo entiende. Pero es una de las partes de la carrera más exigente. Es suelo irregular que carga los cuádriceps hasta sufrir de dolor. La gente, casi toda, va en grupo. De tres, de cuatro... Llegas incluso a hacer amistad con un italiano al que ni entiendes ni te entiende, pero al que tras estar juntos durante 18 kilómetros al final comprendes. Son gestos, suspiros... En la torreta de El Time, te bañan la cabeza con agua fría. La agachas dentro de un cubo y te bautizan. Militares, Cruz Roja, voluntarios... La organización de la Transvulcania es enorme.

El último tramo hasta Tazacorte, y con una torcedura con esguince por el camino, se hace eterno. Lesionado pierdes tiempo. Seguro que una hora. Pero a lo lejos ves la playa y sabes que llegarás. Lo demás, no te importa. Estarás en tiempo, aunque tengas que agarrarte al asfalto con los dientes. Ahora nada te hará retirarte. Ya no. Abajo también hay gente que aplaude, pero sales rápido en busca de Los Llanos. Con el italiano aún al lado, ni lesionado te abandona, afrontas las últimas cuestas. Entras en la avenida Enrique Mederos. Desde los balcones te gritan cosas como "enormes, campeones". Llegarás a las 16 horas, en el grupo de detrás, pero sabes que acabarás. En las aceras aún hay público, aunque ya no lo mires. Pasan por la cabeza las horas de entrenamientos, las amanecidas en los montes... Los últimos metros los haces por una alfombra roja. La Transvulcania piensa en todo. Te dan ganas de besar la tierra como hacía Juan Pablo II en sus viajes. El italiano te ofrece su mano para entrar juntos. Unidos. No lo dudas. Lo haces.

La Palma tiene una cosa, una más, que no puede perder. La Transvulcania debe perdurar porque ha ganado el corazón de su gente. De propios y foráneos.