1.- Yo no quiero que se acabe agosto, porque sé que septiembre será mucho peor para mí. Lo intuyo. Es que agosto es un mes que no existe; y todo lo que no existe es maravilloso. El inexistente agosto se muere entre calores extremos, lluvia de tierra sahariana y tedio generalizado y yo lo que quiero es que se detenga el tiempo. Como en los cuentos. Me parece que cantó una canción que hablaba de militares y de notarios. Y dijo que se parara todo, que ya estaba bien de velocidades en la vida diaria. Y ya saben que lo canta todo con mucho sentimiento, aunque a veces tenga que suspender conciertos porque se pone malo. Un viaje relámpago a Madrid me sirvió para ver una ciudad vacía, también detenida en el tiempo. En el verano de Madrid todo es provisional: las tiendas liquidan sus rebajas y cierran las librerías porque en verano no lee nadie. Me han recomendado "Perorata", de Fernando Vallejo. He ido a varias librerías y, o estaban cerradas o no tenían el libro, porque se había agotado. Lo intentaré en La Laguna.

2.- Resulta que regreso de Madrid y me doy cuenta de que vuelvo a tener demasiadas cosas por esa especie de síndrome de Diógenes que me afecta. Hay un programa en el canal Explora, que protagoniza un taller de restauraciones, que me apasiona. Es americano, naturalmente. Y te restauran cualquier cosa, desde una caja fuerte a un ingenio de los años 20 para inflarle las gomas a un coche. El godo diría darle aire a las cubiertas. Pues bien, yo soy un apasionado de todo lo viejo, desde una máquina de coser a otra de escribir, desde un antiguo trofeo a una Virgen cargada de malas energías. Una vez, un cura me dijo que tirara a la hoguera una Virgen con mal rollo; y lo hice. Y, coño, era verdad que aquella imagen tenía una carga negativa terrible. La había adquirido en el Rastro de Madrid y sabe Dios.

3.- Voy a Conforama a comprar unos baúles baratos para meter mercancía y, al menos, no verla. Cosas que se van almacenando a lo largo del tiempo, que no quieres tirar y que se van acumulando en tu casa, sin sitio donde ponerlas. Pero he descubierto esas cajas forradas en plástico, con bonitas fotografías de Nueva York, Londres y Marilyn Monroe. Y las he comprado para enterrar en ellas a Diógenes y a la madre que lo parió. Será un bonito funeral ir metiendo en esas cajas las cosas que me sobran pero que no quiero tirar; así que vale. Porque la acumulación de objetos no me deja siquiera escribir, si la silla se rueda dos centímetros de los límites establecidos. Perdonen esta locura, pero detesto el minimalismo. Soy rococó. ¿O era churrigueresco?

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