Lo que ocurrió en la noche el jueves de la semana pasada en la tinerfeña villa de Candelaria, donde se asienta la basílica de la Virgen Patrona de Canarias, a cuya inauguración asistí junto a muy queridos compañeros que trabajan en este periódico, muchos de los cuales ya han fallecido, merece que se trate en muchos libros y hasta que se resalte históricamente para que sea recordado siempre como ejemplo de una época inolvidable y poco grata, donde la crisis y las necesidades de todo tipo hacían casi imposible la vida misma en estas islas. Los que coincidimos y vivimos en estos años lo tendremos toda la vida en la memoria y haremos todo lo posible para que no se repita lo ocurrido en esa noche en que cientos o miles de peregrinos que esperaban en la plaza de la basílica se quedaron sin la exhibición de fuegos artificiales en honor de la Candelaria. El prior de la orden, padre Jesús Mendoza, se dirigió al numeroso público asistente en un breve discurso para decir que la basílica había impuesto que el dinero para la pirotecnia se destinaba a los más necesitados.

Parecía que así se daba de comer al hambriento, como determinaba la costumbre eclesial, porque el realmente necesitado de ese auxilio era precisamente el pueblo, gran parte del cual se encontraba reunido allí en la plaza de la basílica y se destinaba a cubrir una necesidad imperiosa, y no a gastar en una fiesta de fuegos artificiales.

El pueblo agradecía este donativo que le entegaron los religiosos en nombre de la Patrona de toda Canarias. Y ya se ha visto: es como si la misma Virgen acudiera a dar a su pueblo alimento y luego la fiesta para celebrar el Día de Canarias. Y quienes entraban al lado de la Virgen celebraron más el donativo que la fiesta, pero ambos cumplieron con el encuentro ante el pueblo y su Santa Patrona. Todo un ejemplo.