Siempre que escuchamos a algún contemporáneo hablar de su pasado solemos oír el tópico de siempre, valorando mejor el tiempo transcurrido que el actual. Lo que ocurre es que se olvida de la edad que se tenía en aquella fecha, y por tanto nada es comparable a los años de juventud, fueran cuales fueran las experiencias vividas. De aquellos tiempos cualquier lector ha recopilado sus propias vivencias, compartidas muchas veces por la misma generación que le ha tocado vivir. La mía, como cualquier otra, vivió su apogeo en la etapa nominada como la "década prodigiosa". Época en la que la juventud crecía entre los guateques caseros y el rock de Elvis Presley o de Los Llopis, en su versión castellana, y los paseos habituales en la Rambla, en un "quiero y no puedo" tras de las chicas, que, unidas en grupos, formaban barreras casi infranqueables a nuestros intentos de confraternización. Costumbre ésta que se acentuaba en épocas estivales por las vacaciones escolares, y que se extendía a otros lugares de la ciudad, como el primer tramo de la avenida de Anaga o la cercana plaza de la Candelaria, conocida popularmente como el "tontódromo".

En cuanto a las tertulias en el kiosco de Grijalba, donde la mayoría de nosotros se sentaba sin consumición, por carencia de posibles, podríamos decir que eran variopintas en cuanto a las edades de los presentes. Nosotros, los más jóvenes, compartíamos charlas y opiniones con gente más adulta, conformada por funcionarios, músicos, periodistas, artistas, poetas y hasta policías secretos de la Brigada Social, que don Domingo, comisario jefe y padre de dos de nuestros contertulios, había impuesto para que a sus vástagos, o a sus amigos, no se les calentara la boca en demasía hablando mal de la Dictadura. Respecto a los camareros que nos atendían, recuerdo a dos singulares. El primero, alcohólico reconocido, pedía la bebida para un hipotético cliente y luego se dirigía, bandeja en mano, a un extremo bajo un laurel para empinársela de un solo trago. El otro, apodado "Manolete", por su parecido físico con el malogrado torero, tenía también hechuras para serlo, pero sólo eso, porque cada vez que participaba interinamente como peón de cuadrilla en las corridas tradicionales de mayo solía terminar magullado por algún revolcón de los astados, a los que tenía un pánico cerval. Sin embargo, haciendo gala de su profesionalidad, cambiaba el traje de luces por la chaquetilla y volvía renqueante a su oficio cotidiano.

Intrínsecamente unidos al panorama urbano, deambulaban invariablemente algunos transeúntes singulares, como el popular "Matanza" un fornido homosexual que se decía que ejercía de estibador portuario, oriundo del municipio de su apodo, y que no podía evitar mirar de forma socarrona a los jóvenes con que se cruzaba. También estaba un ambulante, bautizado "Manítotao", contracción del maní tostado sin cáscara, que portaba en una pequeña cajita y que vendía a sus clientes en pequeñas dosis, escogidas con una cucharilla y puestas en papel de estraza. No de forma tan habitual, porque solía deambular más por la zona baja de la ciudad, pese a tener familiares cercanos a la plaza de la Paz, veíamos pasar también a Evenanceo y escuchar sus improvisadas rimas de crítica socio-política. Un bohemio menudo, oriundo de Tacoronte, al que vi en sus últimos años de vida ejerciendo de vendedor ambulante de prensa. Lamentablemente, todo su haber poético popular se ha perdido para siempre, pues tan solo se conservan algunas cuartetas memorizadas y que no reproduzco, por su contenido. A diferencia de él, he visto recientemente pasar al bueno de Marichal, aficionado también a la poesía pero con mucho menor acierto a la hora de rimar. Me consta que, incluso, llegó a presentar un poemario que podría ser recopilado en la antología del disparate. Y es que, a fin de cuentas, casi todos los poetas estamos un poco locos.