unque las actuales circunstancias no son precisamente las más idóneas para estar de fiesta, o, precisamente y como consecuencia de ello, que nunca se sabe, hoy más que nunca es necesario, desde el espíritu de la Navidad, hacer frente a esta burbuja moral, a esta muerte social que está conduciendo a que los individuos, aparte de arrancarles de cuajo su trabajo, sus casas y sus ilusiones, se les robe incluso la dignidad. Es por ello que durante estas fiestas, hoy más que en otras ocasiones, es necesaria la solidaridad, la comprensión y el respeto por el sufrimiento ajeno; es necesario ser felices en la desesperación y cantar en el silencio; hay que reír entre lamentos y amar en la adversidad mientras podamos aferrarnos al grandioso espíritu de la Navidad.

Este tiempo de fiestas donde se nos propone el poder sonreír con el corazón, no deja de ser un paréntesis en nuestras ajetreadas vidas donde las prisas y la sinrazón predominan en nuestra cotidianidad. La Navidad no debe confundirse con el mercantilismo de las fiestas que cada año comienza con varios meses de antelación, proponiéndonos que entremos en una vorágine de compras y de acumular cosas que para nada nos sirven y que `poco o nada tienen que ver con estas fechas que deberían estar más volcadas hacia el descanso, las reuniones familiares y la predisposición hacia el recuerdo de quien un día nació allá en Belén, con el único deseo de amarnos y de proporcionarnos una nueva oportunidad en la vida para ser mejores personas.

La Epifanía es un tiempo para estar más con la familia, poner el pesebre y/o el árbol y reunirse en torno a la mesa y rezar - el que así lo considere oportuno sin que para ello tenga que traicionar sus propios principios -, hablar, intercambiar sonrisas, deseos y regalos, degustar la comida típica que la tradición de los padres y abuelos nos hayan legado, y que solemos poner en práctica durante estas fechas: turrones, polvorones, roscos, truchas, el cordero o el cabrito, o la comida que cada cual considere que forma parte de sus costumbres. Todo ello, envuelto y arropado por las miradas de los niños que, especialmente durante estos días, se hallan repletas de ilusión y expectativas, y que llegan a su cenit el día de Reyes donde las sonrisas se desbordan llenándonos a los mayores de un gozo infinito que, necesariamente, han de compensar y arrinconar, aunque sena por unos días, la amargura, la tristeza y la desesperación que nos aflige ante tanta desesperanza.

A estos gratos sentimientos, hay que ponerles música a base de cantar villancicos acompañándolos de las panderetas, la zambomba, las campanillas y el sonido del rascar la cuchara contra la botella del anís del Mono. De esta forma se intenta acortar distancias con aquellas personas que ya no están o que se encuentran lejos de nuestro lado, que nunca de nuestros corazones; porque la tristeza de los ausentes jamás debe imponerse por encima de la alegría de los que están presentes; sobre todo, si hay niños de por medio; ya que ellos no se merecen el atraer la tristeza y la añoranza para rellenar los huecos que puedan dejar los silencios de los que se marcharon.

Es tiempo para vivir con espíritu navideño nuestras propias vidas con la máxima coherencia posible. Debemos intentar perpetuar estas tradiciones a través de nuestro ejemplo y, sobre todo, a través de nuestros sentimientos y no a través del mercantilismo y el abuso derrochador que nos proponen desde ciertos ámbitos mercadotécnicos. Así, pues, es tiempo de resaltar y de vivir nuestros propios valores e impulsar el espíritu navideño, con un "Feliz Navidad" que no es lo mismo que un "Felices Fiestas" que queda para aquellos a los que no se les quiera ofender su sentimiento laico tan en boga últimamente entre aquellos que nadan entre los prejuicios y los complejos morales; un "Feliz Navidad" y dicho hacia el exterior con fuerzas y con una sonrisa, de tal forma que, nuestros corazones, se solidaricen un poco más si cabe con el prójimo que, seguramente, lo estará pasando peor que nosotros.

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