Persiste una señora en aconsejarme que prodigue mi presencia en las redes sociales pues considera, esa es su opinión, que mientras no lo haga careceré de la información de última hora y estaré al margen del mundo moderno. Su actitud, dicho sea sin ánimo de ofenderla, me recuerda a la de un individuo que me encontré hace un par de años en el albergue de Torremejía. Entonces andaba con un par de colegas siguiendo en bicicleta la ruta de la plata camino de Compostela. El final de la etapa era Mérida, pero nos gustó aquel edificio de piedra reacondicionado para hospedar a los peregrinos, y en él nos quedamos. oco después llegó un caminante con el que entablamos conversación justo a tiempo para que nos informase de lo mucho que deberíamos ver en Mérida cuando, previsiblemente al día siguiente, recorriésemos los escasos doce kilómetros que nos separaban de esa ciudad. Con la suficiencia propia del godo -el godo, no el peninsular-, aquel petulante se permitió decirme lo mucho que nos íbamos a perder si pasábamos de largo, lo cual era nuestra firme intención. Todo lo que me aconsejaba que viésemos lo había visitado yo veintiséis años atrás. No obstante, evité mandarlo al carajo porque tampoco era cuestión de ponerse borde con quien se comparte dormitorio, aunque sólo fuese durante una noche.

A la señora de las redes sociales tampoco quiero darle una respuesta destemplada ante su insistencia, faltaría menos, si bien ese inhabitual comedimiento en mi forma de actuar no me lleva a una muda de opinión sobre lo que pienso de tales redes: que son una auténtica soplapollez. Al menos el teatro romano de Mérida me produjo la emocionante sensación de estar en un lugar por el que ya andaban ciudadanos comunes y corrientes dos milenios atrás. Mi paso por las redes sociales, en cambio, fue efímero y decepcionante. Además de comprobar lo fácil que resulta suplantarle la identidad a alguien y ponerse a gastar bromas, incluso de mal gusto o directamente delictivas, aquello era una sarta de majaderías personales absolutamente carentes de interés. Como mucho, un refrito escueto de las noticias que iban saltando a las ediciones digitales de los diarios.

Bien es verdad que también sirven tales redes para propagar conflictos. Acaso la versión estúpida del aleteo de la mariposa africana que origina un huracán en las Antillas. Una protesta vecinal en Burgos acaba arrasando el mobiliario urbano de algunas zonas de Madrid y hasta desencadena una protesta de los bomberos, hay que joderse, que hace sonar las sirenas de estos apagafuegos no únicamente en la capital del Reino, sino también en Galicia, Cataluña y Canarias. ¿aís de locos o de imbéciles? De ambos, aunque, citando de nuevo a Alfonso Rojo o a érez-Reverte, aquí es que ya no cabe un tonto más.

La construcción de un bulevar -en Tenerife hablamos de ramblas- en un barrio de Burgos es un problema de ese barrio; ni siquiera de toda la ciudad. Y en ningún caso un problema de media España. Ya bastante tenemos en cada rincón del país con lo que tenemos. Si para esto sirven las redes sociales, hice bien en no volver a pasar por Mérida.

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