En las calles de Venezuela está ocurriendo una tragedia. No es que se hable de disturbios y la Policía antimotines dispare bombas lacrimógenas y muera alguno, no, es que hay grupos armados disparando y matando. También hay censura informativa y el resto del mundo conoce sus horas por lo que cuentan desesperados los familiares y amigos. Que en esa tierra de la abundancia -que tanta hambre mato a Canarias- escasea el pan, las medicinas y la leche, que el país se hunde económicamente ante los ojos atónitos de los hijos de los hijos de tantos emigrantes canarios. Que la violencia no respeta credos ni edad. Y sientes dolor y rabia, porque parece que nadie podrá hacer nada ante tantas atrocidades como se cometen en estos enfrentamientos fratricidas.

Los estudiantes, ¡siempre los estudiantes!, entre las primeras víctimas, porque ellos son la libertad del pensamiento, los que quieren cambiar los gobiernos, los que se manifiestan ante la opresión, los que exigen que se desarmen los grupos radicales, los que toman las calles con sus pancartas de dibujos casi infantiles, con el canto coreado y las consignas como armas para enfrentarse al acero, al plomo. Mal heridos, golpeados sin piedad, caen como marionetas con una bala en la cabeza, clamando en sus estertores por la libertad de expresión y sucede lo inevitable, que se rebelan contra todo porque la rabia les sale de adentro y tiran contenedores, queman basura, porque es una injusticia el que detuvieran a sus amigos y los metieran en la cárcel y así, "chico", empezó todo.

Por eso, con el dolor columpiándose en las pestañas, evoco los paseos por los Andes, los llanos, las costas o las selvas venezolanas, el rumor de los amaneceres o la llegada la noche, el tarareo de una canción que es al mismo tiempo un lamento desde el corazón o una alegría desbordada... Son cantos que tranquilizan el espíritu, liberan las penas o que invocan una petición. Por eso, como los antiguos indígenas, llamo al agua, al sol y al viento para que protejan Venezuela, invoco a la luna para que les guíe en el camino y puedan unos y otros -Gobierno y oposición- dejar que el pueblo duerma al cuidado de los dioses, dejando de ser esclavos de la inseguridad y la barbarie.

Quiero, como muchos, volver a oír arrullar a los niños y el canto del pilón, oler el aroma del café recién colado, el de la arepa en el budare, e imaginar a Simón Díaz en el ordeño del ganado, al alba, arrullando a la vaca "Mariposa", colmándola de incontables caricias y amorosas frases para que, en un mágico enlace entre esta y el ordeñador, obtenga un cántaro de la tibia y espumosa leche del Llano.

Cantos de faena, de arrullo, silbidos, que expresan sentires y tradiciones que han acompañado a generaciones de venezolanos, que existen, que nada tienen que ver con esa imagen de gente armada en moto, escondida detrás de un pañuelo, robando, disparando, rompiendo puertas, asaltando con violencia, secuestrando. Se han apropiado de las ciudades, negándole al resto de venezolanos el poder caminar por sus calles; se consideran guerrilleros, un brazo armado, pero al final son delincuentes que carecen de ideales y que movidos por intereses espurios acaban con la memoria de los próceres históricos, de la cultura, el desarrollo y las vivencias de un país. Porque como canaria amo a Venezuela, me gustaría que hubiera un mañana sin balas.

Yo soñé para tu gloria / río de la Patria / escribir una palabra esencial / en la hoja de la Sabana, / mojando en tus fuentes oscuras / el aguijón celeste de una pluma de garza. / Pero, solo encontré mi sangre, / con su rojo atenuado por la mezcla de las lágrimas. (Del poema La Parima y las fuentes, del venezolano Andrés Eloy Blanco).