No suelo leer libros sobre intrigas políticas. o porque carezcan de interés -algunos hasta son entretenidos-, sino porque hay demasiados títulos que me merecen más atención. Desde la literatura a la historia, pasando por el ensayo o la divulgación científica, cualquiera medianamente curioso necesitaría varias vidas para meterse entre pecho y espalda una décima parte de todo lo importante que se difunde.

Dicho esto, me apresto a enunciar el conocido aforismo de que toda regla tiene su excepción. Ardo en deseos de empezar a devorar "La gran desmemoria". Un relato de Pilar Urbano sobre los acontecimientos que desembocaron en el intento de golpe del 23-F subtitulado "Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar". Anuncian que el libro estará a la venta el jueves. Dos días de espera tampoco es mucho, aunque tal vez sí; sobre todo después de saborear como entrantes lo que ha adelantado la autora en una entrevista.

o sorprende lo que revela Urbano. A fin de cuentas, eso es lo que hemos imaginado muchos desde aquel día. Tampoco es el momento, por muchas tentaciones que tengamos al respecto, de flagelarnos ante los entresijos en las altas instancias del Estado en una época fundamentalmente delicada. Francia tuvo su general De Gaulle. Y no me refiero al militar que se opuso al armisticio de Pétain con la Alemania de Hitler, sino al político que le dio un golpe de timón, en su momento, a la política gala. Acción, ¿casualidades o es que la historia siempre se repite?, que también evitó un golpe de estado inminente propiciado por una sociedad dividida y una insostenible situación económica. Lo mismo que sucedía en España a finales de 1980 y comienzos de 1981. La única diferencia es que en España un general -Alfonso Armada parece al fin que era el elegido- no llegó a presidir un gobierno de concentración nacional. De Gaulle, sí.

Sin pretender quitarle hierro al asunto -no puedo ser monárquico pero me niego a ser republicano al estilo de la Segunda República española-, lo importante para el día a día de este país, para los problemas cotidianos de cada uno de nosotros, no es lo que sucedió -o pudo suceder- hace 33 años, sino lo que sigue aconteciendo. Porque si se trata de discutir acerca de si somos una democracia o sólo nos quedamos en algo parecido, podríamos empezar por analizar el sistema político que tenemos. ¿Elegimos a nuestros alcaldes? o. Los eligen unos concejales sometidos a la disciplina de unos partidos. Y ni siquiera, porque el actual alcalde de Tacoronte está en su puesto no porque así lo quieran la mayoría de los ediles de su consistorio, sino porque lo ha decidido un juez. Si no podemos elegir directamente a un alcalde, ¿cuál es nuestra capacidad para designar a un presidente de cabildo, de comunidad autónoma o del país entero?

Antes de hurgar más en miserias pretéritas -algo que habrá que hacer en su día- convendría empezar por limpiar el estercolero político en el que seguimos viviendo.

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