Que nadie gane más de 10.000 euros al mes ni tampoco menos de 1.000. Esta es la propuesta que leí hace unos días en la página de publicidad insertada en este mismo periódico por un grupo de entusiastas que fomentan un nuevo movimiento político bajo el lema genérico de cero recortes, o algo así.

En las situaciones desesperadas abundan quienes proponen soluciones drásticas. No sé si a día de hoy cabe calificar de descorazonador el estado de cosas en la economía española, pero con casi cinco millones de parados en las listas de las oficinas de empleo -el antiguo INEM- y cerca de seis según la Encuesta de Población Activa no parece que sea el momento de echar las campanas al vuelo ante unos exiguos datos de recuperación. Cifras, además, que pueden darse la vuelta mañana mismo. Lo normal y hasta lo probable es que no caigamos más y que la recuperación haya comenzado, aunque será lenta y salpicada de retrocesos. ¿Lo suficiente y necesario para intentar un neocomunismo como contrapartida al neoliberalismo?

Ganar más de 10.000 euros al mes -120.000 al año- no está al alcance de cualquiera. A tales ingresos no llega el presidente del Gobierno central ni ninguno de los diecisiete autonómicos, pero sí el alcalde de la Ciudad Condal. Acaso por aquello de que Barcelona es buena si la bolsa suena. Que se limiten los emolumentos percibidos por los cargos públicos es lícito y hasta conveniente. Los italianos, pese a la fama de algarabía política que siempre ha tenido ese país, acaban de aprobar una reforma que suprime 3.000 puestos políticos y elimina el sueldo que hasta ahora han cobrado los senadores. Ojalá cunda el ejemplo por estos alrededores. En cambio, establecer por ley lo máximo -y también lo mínimo- que puede percibir por su trabajo un señor o una señora en una empresa privada empieza a sonar mal.

Nada tengo en contra de acabar con los abusos de los empresarios sobre sus trabajadores y también con los malos trabajadores. Para eso están los sindicatos y las patronales. Lo malo es que en España los sindicatos y las organizaciones empresariales se nutren abundantemente del dinero público, con lo cual poca o ninguna capacidad de acción les queda frente al Gobierno que paga. Abusos los ha habido, los sigue habiendo y los habrá en el futuro porque, desgraciadamente, este es un país explotador en muchos sentidos. Un país de comisionistas y de gente que vive de prestar servicios para superar una ingente burocracia. Un enorme papeleo público para cuya gestión se requieren ejércitos de funcionarios que, ironías del asunto, generan más burocracia que, a su vez, demanda más personal para su gestión.

Establecido esto, nadie puede discutir que un sueldo de 3.000 euros puede ser más injusto que uno de 500 dependiendo de lo que hace quien lo percibe. Una idea difícil de asumir por una sociedad -la española- acostumbrada a acudir a sus centros de trabajo no a producir como mínimo un poco más de lo que cobra, pues en otro caso resultaría inviable mantener las empresas, sino a hacer vida social y escaquearse cuanto sea posible hasta que llega la bendita hora de salir. Un sistema en el cual los empresarios suelen caer en la explotación de los empleados y éstos en la gandulería. Los unos y los otros engañándose mutuamente con un resultado lamentable. Uno de los resultados de semejante disparate es la existencia de esos millones de parados antes mencionados.

¿Se soluciona esto con salarios mínimos y máximos por decreto? Que alguien me explique cómo. Si empezamos por abajo, poco debo esforzarme en hacer mi trabajo lo mejor posible si el patrón no me puede pagar menos de 1.000 euros sea cual sea mi actitud. El tope de 10.000 euros mensuales, en cambio, lo veo un poco mejor: habida cuenta de que difícilmente voy a superar ese listón, me gustaría que, de entrada, se lo aplicasen a los futbolistas. ¿Se imaginan ustedes a un Messi -¿se escribe así?-, a un Ronaldo o a cualquier otro especialista en darle patadas a una bola de cuero cobrando únicamente 120.000 euros al años? Se acababa la tabarra del fútbol en menos tiempo del que se tarda en decirlo. Como ejercicio de envidia, en este caso claramente insana, no está mal; pero los efectos prácticos son otros.

Cualquiera tiene derecho a ganar cuanto pueda siempre que no lo haga de forma ilegal, inmoral o atentatoria contra la Constitución española, que es lo que siempre se dice. El capitalismo salvaje crea desigualdades inadmisibles. Por eso son necesarias leyes de carácter social que lo limiten. Sin embargo, son mayores las calamidades producidas por el socialismo cuando éste se convierte en comunismo. En Cuba no se vive mejor que en Miami. De lo contrario, los balseros cruzarían el estrecho de la Florida hacia el sur y no hacia el norte, como en realidad lo hacen. Bromas, las justas.

Casi 38 años ejerciendo esta profesión me permiten adivinar qué artículos son susceptibles de las críticas más ácidas por parte de la progresía y, sobre todo, de lo que hay más a la izquierda de la progresía, que continúa siendo mucho; dicho sea de paso ya que estamos con el tema. En este país se sigue criminalizando al rico y al empresario. Se asocia el éxito con la delincuencia de cuello blanco, y no siempre es así. Al contrario: casi nunca es así. No todo el mundo se llama Luis y se apellida Bárcenas, ni milita en la UGT de Andalucía, ni ha tenido la posibilidad de regalarle joyas a las esposas de sus subordinados con dinero procedente -nunca mejor dicho- de los fondos de reptiles; los oficialmente denominados fondos reservados. La justicia social no va por ahí.

Lo que sí hay que hacer de forma urgente, y no se está haciendo, es luchar contra la corrupción. No sólo la que practican algunos políticos -de nuevo se impone acotar que no son todos-, sino también el señor que abandona cinco o seis veces su puesto de trabajo a lo largo de la mañana para el cigarrito o el cortado ya que, haciendo un correcto examen de conciencia, nadie está en condiciones de tirar la primera piedra.

rpeyt@yahoo.es