Hay artículos -este es uno de ellos- que nunca querría escribir pero tengo que hacerlo. La vida que un día nos dieron nuestros padres sin que lo pidiésemos tiene un final que no está determinado a priori en el tiempo, afortunadamente es así, pero que antes o después llega de forma inexorable. Nacemos, crecemos, lidiamos con nuestros problemas, sostenemos nuestras luchas, gozamos de satisfacciones, pasamos por angustias y, en definitiva, actuamos como si siempre fuésemos a estar en este mundo aunque sabemos perfectamente que deberemos marcharnos tan desnudos como llegamos a él. Esa es la vida. Nos marchamos calatos -me gusta este peruanismo- en lo material pero no en lo espiritual. No me refiero únicamente a una espiritualidad vinculada a una fe religiosa -aunque la confianza en Dios, sea bajo la creencia que sea, es consustancial con la naturaleza humana-, sino a lo que dejamos hecho en este mundo cuando nos vamos.

Mucha y muy grande ha sido la obra de José Rodríguez Ramírez. No hace falta que yo lo diga. Mi relación profesional con él ha sido estrecha en los últimos años. Sin embargo, son sus familiares quienes más y mejor pueden glosar su figura. Por lo demás, ha tenido el hasta ayer editor y director de este periódico grandes amigos y enconados enemigos. De él he oído desde las críticas más mordaces hasta los elogios más entusiastas. Muchos de quienes lo han criticado también lo han alabado simultáneamente. Rivalidades y enconos al margen, todos han apreciado su honestidad, su caballerosidad y su lucha incansable en pos de sus objetivos. Algunos los ha conseguido. Otros, no. Pero no importa porque si ganar batallas es deseable, no lo es menos librarlas con honor. No el honor que se cita en los himnos patrióticos, sino el que emana del convencimiento de que se está haciendo lo que se debe hacer.

He hablado a diario de lunes a sábado con José Rodríguez durante más de cinco años. A veces también hemos intercambiado opiniones los domingos. El día que nos reunimos en su despacho para concretar mi colaboración con este periódico me adelantó que discutiríamos bastantes veces porque no pensábamos de la misma forma. "No lo creo, don José", le respondí sin estar demasiado seguro de quien de los dos tenía la razón. Al final nunca discutimos. Jamás me pidió que escribiese sobre algo en concreto u omitiese cualquier asunto. Sólo una vez me hizo una observación sobre un artículo demasiado irónico con un político que hoy es un gran amigo. Pero no me lo dijo antes de que se publicara en este periódico, aunque podía haberlo hecho porque los leía todos previamente, sino al día siguiente, cuando ya estaba difundido y al alcance de todo el mundo. "Cuando lo conozcas mejor te darás cuenta de que es una buena persona -me dijo-, pero no me opongo a que lo sigas atacando si piensas que tienes razón". Lo seguí criticando durante algún tiempo. Al final me di cuenta de que estaba equivocado porque las personas -también eso me lo enseñó el editor de este periódico- no son perfectas al cien por cien. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos con las virtudes y olvidar los defectos porque, además, ninguno de nosotros es mejor ni peor que nadie. También en eso don José tenía razón. A su edad estaba de vuelta de casi todo.

Puedo contar con los dedos de una mano las personas que nunca me han fallado en nada. Ayer perdí a una de ellas. Al menos me queda el consuelo de su recuerdo. A sus hijos, a sus nietos y a todos sus allegados les hago llegar mis sinceras condolencias.

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