1.- Vuelvo a tener tantas cosas irrenunciables en el despacho que se me ha quedado ínfimo y ya no me puedo revolver en él. Mi complejo de es bastante elitista, pero no me lo quita nadie. Mientras mi amigo el doctor Rigoberto Díaz guarda una jardinera inservible, una cabeza de caballo, una silla destartalada y cosas así, hasta una desvencijada yola, yo me alimento de otros abalorios de más empaque, que no voy a citar para evitar alguna tentación de persona desaprensiva. Pero vuelvo a tener el despacho empetado y soy incapaz de meterlo a camino, sobre todo después de descubrir las cajas de motivos londinenses, caras de Marilyn Monroe y banderas americanas de Conforama, capaces de guardarlo todo, a costa de amontonarlo también todo. Ahora las cajas llegan al techo y yo no me puedo revolver, a pesar de que las telespectadoras despistadas o medio ciegas me escriben cartas de amor diciéndome que estoy bueno. Coño, yo no me lo noto; será de cintura para arriba.

2.- Vuelven a enviarme libros mis amigos, conocedores de mi afición por la lectura, aunque tenga poco tiempo para devorar lo que quisiera. Entre los libros de mi padre y de mi abuelo me crié y ellos me dieron la afición a tenerlos y a leerlos. Siempre disfruté de una biblioteca en casa y con ellos descubrí a la generación del 98, a la del 27 e, incluso, tirando muy para atrás, a los clásicos. Y accedí a los discursos de Cánovas y Sagasta, por ejemplo. O a los ensayos de Ortega, que a mí me parecían pesadísimos, infumables, pero que a mi abuelo le encantaban. E, incluso, a la novela española del Oeste de Bruguera: Keith Luger, seudónimo de Miguel Oliveros Tovar, el mejor escritor de novelas del Oeste de la historia; y, cómo no, Marcial Lafuente-Estefanía, que mataba de dos en dos; qué decir de Silver Kane (Francisco González Ledesma), abogado, culto, padre del escritor y periodista Enric González. Qué grandes escritores de novelas del Oeste, de cine negro, de cine policiaco. Keith Luger era mi favorito; le echaba mucho humor al asunto.

3.- No sé por qué cuento todo esto ahora; perdí el hilo. Ah, sí, por el complejo de . Mi padre vendió sus miles de novelas un día que se vio con falta de perras; las vendió en "Sonora", me parece. Y yo me quedé sin los textos de mi escritor de novelas del Oeste favorito. Todas las de Keith Luger las guardaba yo debajo de la cama. Mi cuarto de entonces estaba tan atiborrado de cosas como mi despacho de hoy. Y eso.

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