Mi amigo Pepe Rodríguez, el fallecido director y editor de este diario, siempre se reía mucho con mis historias de viajes, algunas de las cuales compartió. En estos días después de su muerte -fui incapaz de asistir a su funeral porque no me gusta que la gente me vea mal y estuve cinco minutos el día de su velatorio, por los mismos motivos; y no suelo ser tan sincero en estas cosas-, he recordado algunos de estos episodios. En Nueva York estuvimos almorzando en las Torres Gemelas; y yo no llevaba chaqueta. Pepe se moría de la risa cuando me prestaron una en el restaurante que me quedaba como un saco -yo, entonces, era delgadito- y, además, él sabía que no soporto ponerme ropa de otro. Aquella chaqueta me dio la comida. Acabé sin ella, saltándome todas las normas, ante el estupor y el cabreo del metre. En los viajes me gusta hacer las compras más inverosímiles y para eso nada mejor que la ciudad de Buenos Aires, a la que espero volver algún día (he estado cuatro veces allí). En el barrio de San Telmo, que es el de los anticuarios, he comprado de todo: desde colecciones de plumas "Parker" antiguas, en perfecto estado de uso, a máquinas de escribir, hasta colecciones de libros maravillosos, como primeras ediciones de obras de Azorín, que en España no la huelen. De cada viaje me llevaba un recuerdo: un reloj, una pluma, una escribanía; no eran cosas de valor, sino cachivaches con historia: el tintero de un hotel desaparecido; hasta una mesa me traje de Argentina, desarmada y primorosamente pintada por mi amiga la periodista Ana de Juan. En Buenos Aires compré cientos de postales antiguas de Canarias, que fueron los motivos de varios libros sobre Tenerife que publiqué más tarde, con gran éxito editorial. Recuerdo que el maniático argentino que me vendió un lote de postales no quería sino pesos, no dólares. Un caso raro de patriotismo monetario. No tenía pesos, se los tuve que pedir prestados a mi amigo Rafael Wollman, que fue el reportero que retrató, en Las Malvinas, a las tropas británicas rindiéndose, en la primera parte de la guerra, al Ejército de Argentina. En Yakarta, Indonesia, Pepe Rodríguez y yo nos escapamos al zoco, al Gran Bazar, o como se llame allí, porque me empeñé en comprarme un "Rolex" antiguo que había visto el día anterior. Él me acompañó. Pues no pude llevármelo, porque me lo habían levantado minutos antes. Y entonces nos dedicamos a comprar, para la familia, relojes falsos pero muy bien hechos, que nos trajimos como una gran novedad. Yo tenía una amiga, azafata de "Aviaco", Rosina, que me conseguía relojes "Cartier", falsos, de gran calidad, en Nueva York, cuando "Aviaco" volaba allí con los "DC-8", en vuelos chárter, aviones que heredó de "Iberia". Un piloto tinerfeño, Diego Vega, tripuló estos aviones, de los que fue comandante. Estuvimos también Pepe Rodríguez y yo en Marrakech, en un viaje que organicé yo para la Asociación de la Prensa con la antigua "Transeuropa" cuando comenzó sus vuelos interinsulares con los "Fokker". Volamos en un "Caravelle", me parece que comandado por mi amigo Alberto Cerezo, un pedazo de piloto. Recuerdo que comentamos lo pesados que eran los moros, empeñados en convertirse en nuestros guías en el zoco. Al final, Pepe y yo contratamos a uno para que nos espantara a los demás; y santo remedio. La cosa más extraña que he comprado fue un tranvía de madera, hecho a escala, y que reproducía exactamente al original. Lo adquirí en San Telmo, ya digo que en Buenos Aires, y lo conservo como una reliquia. Un tranvía amarillo. "¿Y qué haces tú con tanta chatarra?", me preguntaba Pepe Rodríguez, un hombre muy ordenado. "Pues mirarla", le respondí. Y es verdad. Vivo rodeado de chatarra, por lo que intuyo -ya lo he escrito alguna vez- que algo de complejo de Diógenes hay por medio. No hace mucho, Ricardo Peytaví y yo visitamos la biblioteca de Pepe Rodríguez, en su casa. Tiene cosas muy buenas. Nos dejó solos allí: "Bajen ustedes, que yo los espero aquí"; toda una planta llena de volúmenes ya digo que interesantísimos. Al fin y al cabo, a él también le gustaba, como a mí, el orden. Porque yo seré anárquico en muchas cosas, pero soy un tipo extremadamente ordenado. Es hora de que repita que admiré mucho a mi amigo José Rodríguez Ramírez. El otro día le dije a Mercedes, su hija, que desaparecido él a mí ya ni siquiera me motiva demasiado seguir en esto. Estaré aquí hasta que ella quiera, ni un minuto más. Compartí con Pepe muchas horas extraordinarias en contenido intelectual. Era un hombre cultísimo. Me gustó mucho el artículo que Adriana de Lorenzo Cáceres Rodríguez, su nieta y heredera, compañera de colegio y amiga de mi hija Cristina, publicó en este periódico. Ella supongo que sabe lo que yo sentía por su abuelo, uno de mis amigos de verdad. Pero, en fin, me voy a entristecer otra vez y no quiero; yo quería hablarles de algunas anécdotas de coleccionista, de los cachivaches que compro por ahí y que guardo, ahora con un poquito más de espacio. Por ejemplo, en Buenos Aires encontré las fotos de los equipos del Real Madrid que ganaron las primeras copas de Europa. En España ni se ven, pero allí, en la capital argentina, estaban. Y una de mis grandes satisfacciones como periodista fue visitar el archivo de fotos de El Gráfico, que luego yo edité en Canarias, con poca suerte. El encargado me dijo: "Diga un nombre de un deportista que quiera ver". Yo recordé entonces que nuestro Barrera Corpas había disputado un título mundial en el "Luna Park" bonaerense contra Nicolino Locche. Y dije: "Domingo Barrera Corpas". Y entonces apareció un sobre con medio centenar de fotografías de aquel combate, en el que dos árbitros dieron vencedor a Locche y uno a Corpas, que le destrozó un brazo al argentino. ¡Y me regalaron la edición original de "El Gráfico" con la crónica de la pelea! Por cierto, Pepe y yo nos perdimos en Yakarta. Otro día lo cuento.