España vive en estos días momentos trascendentales. Una etapa similar a la que se produjo durante la transición política tras la muerte del general Franco. Se ha escrito desde el pasado lunes, fecha en la que el presidente del Gobierno central anunció la abdicación de Juan Carlos I, que se marcha el rey que mayor esplendor le ha dado a España desde hace mucho tiempo. Se ha dicho, igualmente, que el nuevo jefe del Estado, llamado a reinar con el nombre de Felipe VI, llega al trono precisamente cuando más arrecia el independentismo en Cataluña y cuando los casos de corrupción política, que afectan a los partidos que llevan más tiempo en el poder, inundan los juzgados. A estas complicadas circunstancias hay que sumar una situación económica que continúa siendo mala sin paliativos. Existen indudables signos de recuperación, no cabe negarlo, pero de momento se circunscriben a los grandes números. A las familias, a las pequeñas y medianas empresas, a los trabajadores autónomos -convertidos en una gran fuerza laboral- sigue sin llegarles esa mejoría, como tampoco les llegan los créditos imprescindibles para sobrevivir hasta el advenimiento de tiempos mejores. La consecuencia directa de todo ello es que en España sigue habiendo casi seis millones de desempleados y en Canarias cerca de 400.000. Un 47 por ciento de esos parados que hay en nuestras Islas llevan muchos meses sin cobrar ninguna prestación. Miles y miles de hogares en este Archipiélago tienen sin ocupación remunerada a todos sus miembros. Solo la fuerte estructura familiar que persiste en nuestra tierra impide un estallido social de impredecibles consecuencias.

, coincidente con el relevo en la Jefatura del Estado. No obstante, ¿en qué nos afecta esto a los canarios? Debemos tener muy presente que Canarias no forma parte del territorio continental español. Recordamos, una vez más, que estamos a 1.400 kilómetros de las costas peninsulares pero solo a escasos 100 de las marroquíes, pues esa es la distancia entre el faro de la Entallada, en Fuerteventura, y Tarfaya, la localidad africana más cercana a nuestras Islas. No podemos obviar que vivimos en un archipiélago geográficamente africano, aunque nuestra cultura es indudablemente europea con un fuerte matiz sudamericano. Cualquier canario que haya estado en Venezuela, en Cuba e incluso en otro país de Sudamérica ha experimentado una sensación de encontrarse casi en su propia casa. Eso no ocurre cuando vamos a Marruecos, pese a que las repúblicas americanas que tanto tienen en común con nosotros están al otro lado de un océano y el Reino alauita, como decimos, a apenas 100 kilómetros.

Somos europeos pero no europeos continentales. Hay más diferencias de idiosincrasia entre Canarias y el sur de la Península ibérica que entre Cádiz e Irún. El hecho insular impone. Encontrar nuestro encaje adecuado entre esos tres continentes -Europa, África y América- es nuestro gran reto. Una posibilidad de la que hablan constantemente los políticos canarios sin ir más allá de los discursos repetitivos. ¿Por qué?, nos preguntamos un domingo más. ¿Por qué no asumimos con valentía los retos que tenemos sobre la mesa para llegar a ese futuro que nos corresponde?

Tal vez deberíamos empezar por definir cuál es ese futuro al que aspiramos. ¿Queremos continuar como una de las diecisiete comunidades autónomas españolas? Eso sería admitir que lo más conveniente para nosotros es el modelo descentralizador establecido en España durante la antes mencionada transición política. Las exigencias soberanistas de Cataluña y el País Vasco -la otras no existían o eran inapreciables- crearon un gran malestar entre el estamento militar, de la misma forma que lo hizo en 1932 cuando, en la Segunda República, se promulgó el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Hasta los mandos del Ejército más afectos a la República mostraron su disconformidad.

Temerosos de que esa situación volviera a producirse -de hecho, ya se estaba produciendo-, los conductores de la transición política optaron por lo que entonces se denominó "café para todos". Autonomía para Cataluña y Vasconia, pero también para todos los demás. La fórmula no convenció a vascos y catalanes, pero la aceptaron porque les suponía un primer paso en sus aspiraciones soberanistas; el resto del camino ya se iría andando poco a poco.

Ese modelo, artificial y artificioso, lo copiamos en Canarias sin encomendarnos ni a Dios ni al Diablo porque a los políticos de entonces -Jerónimo Saavedra eligió lo mejor para su partido estatista pero no lo más conveniente para nuestras Islas- les pareció que era lo más adecuado. De un plumazo se eliminó una autonomía con respecto a la Península que había existido, aunque de forma encubierta, desde mediados del siglo XIX y mucho más a partir de 1912, cuando se aprobó la creación de los cabildos insulares. Autonomía política que inclusive existió a lo largo de la férrea dictadura franquista, cuando en Cataluña o en el País Vasco acababa uno en la cárcel solo por hablar el catalán o el vascuence. Junto a esa mínima libertad también disfrutábamos de un régimen de puertos francos que dio origen a un comercio floreciente hasta los años setenta del siglo pasado.

Un sistema, insistimos, desechado y reemplazado por otro que contempla un Parlamento -cuya utilidad, salvo que sus señorías y el personal auxiliar puedan cobrar sus sueldos cada mes, seguimos cuestionándonos hoy en día-, un Gobierno que desde hace muchísimo tiempo no recae en las manos de quienes ganan las elecciones sino de los perdedores que pactan entre sí y unas instituciones inservibles que sangran al ciudadanos obligado a costearlas con sus impuestos. ¿Y todo esto para tener cerca de 400.000 parados, unas kilométricas listas de espera sanitarias y una emigración juvenil, entre otros males, que recuerda los peores tiempos de la diáspora? Para estar así mejor nos hubiésemos quedado como antes.

La mayoría de nuestros problemas se derivan de aplicar un modelo autonómico continental a lo que no es un continente sino un archipiélago. Un territorio fragmentado en siete islas -dejemos a un lado la broma canariona de considerar el islote de La Graciosa como la cuarta isla de la provincia oriental- requiere una administración centrada en cada isla, más una superior que aglutine a las anteriores. Ese es el esquema natural para la administración política de Canarias: siete islas, algunas muy diferentes a otras, con un organismo de mayor entidad formado a partir de los cabildos.

Errar es de humanos. Fue un error optar por el actual modelo autonómico. Eso, lo reiteramos, le convenía a los gobernantes españoles para homogeneizar la situación del país; para diluir diferencias entre Canarias y la Península, al igual que se hizo con los también mencionados casos de Cataluña y las Vascongadas. El error es inevitable y debemos asumirlo. Lo absurdo es persistir en el error. El hecho de que no formamos parte de España en sentido estricto lo vemos a diario. Se está poniendo de manifiesto en estos días, sin ir más lejos -como decíamos en nuestro comentario de ayer- en el asunto de las prospecciones petrolíferas. No las quiere el Gobierno de Canarias ni tampoco el balear, si bien este último, lejos de hacer causa común con el Ejecutivo canario, le ha dicho a Paulino Rivero "allá se las entienda usted con su problema; no es lo mismo Baleares que Canarias. No es lo mismo el Mediterráneo que el Atlántico".

¿Tenemos la obligación de ser solidarios con quienes no desean serlo con nosotros? ¿Nos conviene mantener los modelos políticos y económicos de un país que nos ve de forma diferente, por no decir que nos considera inferiores? Deberíamos aprovechar ese cambio de ciclo que se está produciendo en España para fijar nuestro concepto de futuro.