"Yo no soy creyente, pero eso me pone los pelos de punta". La frase es de un joven que le explicaba a su acompañante, una chica de muy buen ver, lo que sentía al acabar el ya imprescindible Ave María que entona Chago Melián justo encima del bar La Fragata, en el apartamento del primer piso y que hace esquina mirando al horizonte. Como él, otros muchos ateos, agnósticos o simples incrédulos volvieron a comprobar ayer, en la embarcación de la portuense Virgen del Carmen, que la lógica, la fe y la razón son contradictorias. Y emocionantes.

Con una afluencia masiva, de personas y coches (no cabía ni uno hasta el Castillo y múltiples rincones más), la ciudad turística volvió a obsequiar ayer su tributo anual al mar. Un homenaje a su tradición y presente pesquero, pese a muchos pesares y con el anhelo del puerto muy vivo. Un sentido reconocimiento al sabor marinero y a una imagen que, aunque se analice desde cierta neutralidad, está claro que irradia magia con simplemente comprobar la honda emoción que derrama en hombres curtidos, quemados del sol y los sinsabores vitales que, sin embargo, se llenan de lágrimas al cargar a la "Reina de los Mares", al zarandearla para que baile por las calles y al salpicarla de sal cuando llega el momento culmen. Cuando roza el Atlántico. Para eso, se vistieron de gala. Humildes, pero de gala.

Tanta pasión dejó ayer, como en otros años, algunos roces o malos entendidos entre cargadores y otros devotos, pero no pasó nada, "la Virgen está embarcada". De hecho, y en línea con el año anterior, las fiestas portuenses han logrado domesticarse, con música unificada, sin pistolas de agua y muchas menos peleas que antes. Gran noticia.

En un año excepcional, dadas las obras en la zona de San Telmo, el santo y la Virgen partieron de la Peña de Francia. Como siempre, desde entonces fueron siendo vitoreados (el exconcejal Galindo se dejó la voz desde una azotea), bañados en pétalos y homenajeados con parrandas hasta las canciones previas al Ave, una hasta por sevillanas. En el trayecto hasta el muelle, los besos al manto, los ojos que se rayan y los niños que se elevan entre padres y cargadores para acercarlos a la imagen se multiplicaron. Uno de ellos, Eric Ramos Pérez, lo resumió todo perfectamente: no paró de llorar de los brazos de su padre hasta los del cargador, pero, al mirar unos segundos a la Virgen, se serenó. ¿Magia? Lo que sea.

Serena estuvo todo el día la mar, aunque se levantó un poco justo en el paseo marinero. El sol iba y volvía, aunque el calor fue permanente. Luego vino la procesión nocturna y, en toda la intensa jornada desde la chocolatada mañanera hasta las altas horas de la sorprendente madrugada para algunos cuerpos y sueños, las zonas de marcha variopinta fueron ganando adeptos e historias. Desde la calle Perdomo al entorno de la plaza del Charco, allí hubo intensidad ("y amor", como dice una de las canciones de moda), ganas de doblar el codo y mucho más. Sobran explicaciones. O deberían.

Se puso así perfecto colofón a unas fiestas que vivieron un concurrido baile de magos el sábado, con la Maquinaria armándola y haciendo bailar al unísono a toda la Plaza de Europa (y dale con ese "caballo que camina pa''lante"). También se disfrutó de una sardinada en la noche y madrugada del lunes que, por lo dicho, pasó de San Telmo a la plaza consistorial y que consagró a otro niño de parecido nombre (Erix) como cantante futuro para asombro de la propia Maquinaria, que lo subió al escenario y que, por cierto, volvió a armarla.

Más allá de bailes, roces y carne mojada, el Puerto derramó ayer lágrimas que se embarcan y que hacen muchas veces muy difícil escribir sobre sentimientos, por indescriptibles.