Lo he contado en alguna ocasión poco después de que me lo relatara, a su vez, un amigo que es un genio en su oficio aunque últimamente las cosas no le hayan ido demasiado bien. La crisis que no respeta a nadie. La anécdota la supongo más inventada que real si bien eso es lo de menos. Lo importante es que la protagonizaron un norteamericano y un inglés. Sorprendido el gringo de lo frondoso que crecía el césped en Inglaterra, le preguntó al british qué hacían para conseguirlo. "Regarlo y cortarlo cuando toca", le respondió. "Eso también lo hacemos nosotros", objetó el yanqui. "Si, pero ustedes no llevan 500 años cortándolo y regándolo".

Me acordé de esta historieta hace unos días al ver un campo plantado de flores -eran gladiolos, pero también podría tratarse de rosas o claveles-, cerca de la ciudad alemana de Baden-Baden, que en ese momento estaba cuidando un vecino. Subrayo vecino porque no era el propietario de la parcela ni un trabajador contratado por su dueño para atender los cultivos. Era uno más de la parroquia local que se turnaba para hacer esa labor. Junto a la parcela había un poste con una caja en forma de hucha. Quienes necesitaban flores para adornar su casa o para lo que deseasen podían coger algunas -siempre con mesura, claro, porque tampoco caben los abusos- y dejar unas monedas para atender los gastos imprescindibles. Mi mujer, que conoce mejor las costumbres alemanas que yo por motivos familiares, me explicó que es lo habitual en muchas localidades de este país.

Pensé qué ocurriría si se implantara un sistema similar en cualquier localidad de Canarias; en cualquier lugar de España, por extensión. Lo pensé y sentí pena al recordar que en Santa Cruz, sin ir más lejos, la gente se mama hasta las flores de Pascua que ponen en las Ramblas cuando llega la Navidad. No todos los santacruceros, los tinerfeños, los canarios y los españoles son así. Por suerte, la inmensa mayoría de quienes nos rodean son personas honradas, pero el belillo, el laja en general, no forma parte de una especie en peligro de extinción. Su presencia es real -aunque minoritaria- y causa mucho daño.

La educación. Esa es la clave. Basta una breve reflexión para caer en la cuenta de que los principales problemas de Canarias proceden de una falta general de educación. Existen entre nosotros serias lagunas de educación cívica porque, no nos engañemos, estamos muy lejos de la integridad social que existe no sólo en Alemania sino en cualquier país al norte de los Pirineos. No se trata de colocar a los teutones en un pedestal y tenerlos como modelo supremo a imitar y seguir. En Alemania, como en cualquier país, hay golfos. Más o menos la misma proporción que en Francia, en el Reino Unido o en Noruega. La diferencia es que allí no les ríen las gracias a tales individuos porque, además de caerles encima todo el rigor de la ley, quedan automáticamente excluidos de la sociedad. Algunas suecas han llegado a llamar a programas de radio o televisión, abiertos a la participación de los oyentes o los telespectadores, para preguntar si están moralmente obligadas a denunciar a sus maridos por falsear sus cuentas con la Hacienda pública.

Educación también para el oficio o la profesión que se ejerce. En esa Europa desarrollada a la que afortunadamente pertenecemos no todos van a la Universidad. Eso sería imposible, inadecuado y hasta incomprensible en una sociedad que pretenda progresar en equilibrio. Tan imposible, inadecuado e incomprensible como el que un adolescente abandone la escuela antes de completar no únicamente la enseñanza media, sino también la formación profesional si opta por desempeñar un oficio.

El proceso, lento pero a la vez constante y sin tregua, da sus frutos a lo largo de las generaciones en forma de una mayor libertad individual ya que, por mucho que pueda parecer paradójico, el atenerse a un conjunto de normas no nos encorseta. Al contrario: nos proporciona una mayor amplitud de movimientos al reservarnos un espacio vital que no invade el vecino, ni tampoco el perro que saca a pasear ese vecino. Porque, otra consecuencia añadida del civismo practicado durante años, tampoco hay chicles, colillas o papeles tirados por el suelo. Y si los hay, no los ha arrojado un ciudadano autóctono. No porque se lo prohíba la ley -que sí se lo prohíbe y le impone respetables sanciones económicas si la incumple-, sino porque se lo impide una formación que le han enseñado desde pequeño con el ejemplo; el método más eficaz de enseñar.

Educación, asimismo, para ejercer la democracia sin comportarnos como botarates cada vez que acudimos a un colegio electoral. No hace mucho le oí decir en un programa de radio a un tertuliano afiliado al PSOE que sólo un masoquista puede votar por el PP. El papel aguanta todo lo que le pongan y las ondas hertzianas todo lo que les echen. Huelga añadir que no es más imbécil quien vota por el PP que quien lo hace por el PSOE o por cualquier otra formación política. La inteligencia es más una actitud que una cualidad intrínseca de nuestro cerebro. Más que ser inteligentes o torpes, nos comportamos de forma inteligente o de forma estúpida. Y no hay mayor estulticia que volver a optar por unos políticos que nos han fallado sólo por la fútil razón de que militan en un partido cuya ideología hemos adoptado, muchas veces sin ni siquiera saber por qué. También en formación y educación política nos aventajan los europeos por goleada.

Todo lo anterior tiene un límite. Afirmaba Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre que, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor. Aunque no lo dijese Manrique, también es cierto que cualquier país ajeno al nuestro suele antojársenos mejor, máxime si lo visitamos cuando las vacaciones nos liberan de las tareas cotidianas. No es así, aunque tampoco nos conviene perder esa capacidad de maravillarnos ante lo ajeno, mejor aún si es con la intención de copiar lo que nos convendría imitar.

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