A propósito de las últimas polémicas sobre bienes de interés cultural que hemos vivido en Canarias, la más sonada la del ya famoso "BIC" Oasis de Maspalomas y la de las obras del BIC de la Catedral de la Laguna ha vuelto a la palestra nuestro Espacio Cultural El Tanque.

Quizá les suene algo esto de, "¿cómo va a ser antes bien de interés cultural un tanque de gasolina que el Oasis?" O lo que dicen algunos como si estuvieran dolidos "Así, después de todo, parece que se escribe la historia: un viejo depósito de combustible sí merece que lo salvemos... ¿Es o no una vergüenza?"

Sí, el Espacio Cultural el Tanque, con su silueta intacta, sus formas ligadas a una nueva forma de belleza, ya forma parte de nuestro Patrimonio cultural. ¿Quién lo hubiera pensado de esos edificios y artefactos fabricados para desempeñar una función? Eran simples máquinas que se iban sustituyendo con cada avance del progreso, pero se convirtieron en piezas que modificaron el territorio, que lo invadieron, creando otro paisaje.

La búsqueda de la nueva monumentalidad.

¿Dónde está su esencia monumental? ¿por qué tiene valor? ¿por el tamaño? ¿el valor inherente a su propia estructura? ¿sus volúmenes bajo la luz? La cuestión acerca de una nueva monumentalidad acorde al espíritu moderno ha sido ampliamente debatida, y su búsqueda llegó a convertirse en una de las cuestiones principales de la arquitectura a partir de los años treinta del pasado Siglo XX.

No solo los Amigos del Espacio Cultural El Tanque han luchado por salvar el patrimonio industrial del olvido, sino que a lo largo de la historia reciente, en prácticamente casi cualquier país del mundo, este movimiento se ha puesto en pie. Miles de profesionales de la arquitectura y el arte atraviesan las periferias industriales extrayendo de ese entorno naturalezas nunca soñadas: potencia, ímpetu y, también, belleza, como hicimos nosotros, que de una ruina conseguimos un espacio cultural.

Sobre cómo cambió el concepto de belleza, que se asoció a la eficacia y al correcto funcionamiento.

Las vanguardias culturales (los surrealistas, como Oscar Domínguez por ejemplo) de principios de siglo XX se apuntaron a la fascinación por la estética industrial, unos para evidenciar la pureza constructiva, otros para soñar el futuro y su nueva estética. La arquitectura también se rindió al paradigma mecánico, y la producción industrial provocó una reorganización del pensamiento artístico y sus objetivos.

Los arquitectos modernos (Walter Gropius, Mies Van der Rohe, etc) encontraron en aquel naciente mundo industrial de principios de siglo los rasgos de un nuevo lenguaje con el que partir de cero. Y en ese paisaje industrial escudriñaron una monumentalidad abrumadora, que sentó las bases expresivas del espíritu nuevo del Siglo XX. A partir de aquí, la aventura de los nuevos sistemas constructivos, materiales, progreso, la máquina de habitar, las estructuras livianas. Es parte de la historia de las hazañas de la arquitectura moderna.

Pero aquel tiempo ya pasó, y ahora nos enfrentamos a algo nuevo en la historia: paradójicamente, la industria, el reflejo del progreso hacia el futuro, se ha convertido ahora en símbolo del pasado, en representación de su memoria. Por tanto, desde un punto de vista que se aleja de las concepciones artísticas y se liga a cuestiones patrimoniales, los restos industriales son ahora documentos históricos que deben ser conservados como lecciones del pasado. En un momento como el actual son también, estas piezas industriales, un refugio ante la uniformidad que amenaza al mundo globalizado, y su valor documental es más importante que cualquier otro valor artístico.

Admiremos, con ojos abiertos al cambio, esas milagrosas moles de hierro altas y elegantes, solitarias, indultadas por los pelos de ser demolidas, máquinas que ahora no refinan crudo sino cultura contemporánea.