Una vez acudí a un servicio técnico para que me arreglasen uno de los cacharros en los que escribo estos artículos. No sabía nada de esa empresa -la localicé a través de Internet- pero al llegar me encontré con antiguos conocidos. Me resolvieron el problema, les pagué y me fui lo bastante satisfecho como para regresar meses después con otra avería en otro ordenador. Aquella pequeña empresa ya no estaba en el mismo lugar. Tuve que realizar un par de llamadas hasta localizar la nueva dirección. Fui a donde me dijeron y me extrañó encontrar una puerta cerrada, sin ningún letrero ni nada que anunciase la presencia de un servicio técnico o algo similar. Tras un nuevo telefonazo se abrió la puerta y apareció uno de los empleados.

No hice preguntas porque no las necesitaba para formarme una idea más o menos cabal de que aquellos técnicos, todos ellos trabajadores autónomos, habían tenido que pasar a la clandestinidad para sobrevivir. Cuotas que la Seguridad Social cobra religiosamente, alquileres que los arrendadores se niegan a moderar, gastos de teléfono, transportes, IGIC pagado aunque no se hayan cobrado las facturas -ahora hay una forma de aplazar ese pago, pero resulta tan engorroso que muchas empresas prefieren seguir con el sistema antiguo-, morosidad por doquier y, aunque parezca increíble, ciertas reticencias a la hora del pago por parte de las empresas a quienes los autónomos prestan sus servicios. Piensan que se están haciendo de oro con las cantidades que facturan porque en el momento de pagar no tienen en cuenta que en ese total están incluidos numerosos conceptos; no sólo los ya citados alquileres, Seguridad Social, etcétera, sino también algo tan sutil como lo son las vacaciones, prestaciones por bajas laborales, indemnizaciones por despido, ayudas al desempleo -irrisorias en el caso de estos trabajadores- y, en general, un conjunto de logros sindicales que disfrutan los empleados por cuenta ajena. Motivos suficientes para que casi nadie quiera ser autónomo. Lo son aquellos a los que no les queda más remedio. Por eso tantos han tirado la toalla.

Un calvario, se mire como se mire, que también padecen los empresarios en general. A fin de cuentas, un autónomo no es más que un empresario reducido a su mínima expresión, pero empresario -o emprendedor, como se dice ahora- a pesar de todo. Por eso no aporta nada nuevo Matías Fonte-Padilla, autor de un libro titulado "20 consejos para emprender con éxito", cuando dice que el sistema está configurado para premiar al que decide ser empleado y penalizar al que desea ser empresario. "El mayor logro personal, ampliamente reconocido socialmente, es aprobar oposiciones y tener un puesto fijo para toda la vida".

De acuerdo con que esto es así, pero, puestos a cambiar de esquemas, ¿no podíamos facilitarles un poco las cosas a muchos autónomos para que no tengan que ponerse a trabajar con la puerta cerrada?

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