Su estilo narrativo es simple, a veces incluso pueril, y las situaciones en las que incurren sus personajes están tan rebuscadas que con frecuencia parecen demasiado irreales. Todo lo contrario a lo que debe ser una buena novela; una historia que leemos a sabiendas de que no ha ocurrido, o cuando menos de que no ha ocurrido así, pero que nos creemos porque está escrita con la técnica adecuada para que los hechos descritos nos parezcan absolutamente posibles. Es, empero, esa desnuda simplicidad, a veces incluso candidez, lo que convierte a las obras de Ken Follett en superventas apenas llegan a las librerías. Es el caso de "La caída de los gigantes"; primera entrega de la trilogía de este autor sobre el siglo XX, centrada en el inicio y el desarrollo de la Gran Guerra, llamada después Primera Guerra Mundial.

En "La caída de los gigantes" hay contenido histórico, económico, social y hasta psicológico para sacar muchas conclusiones aplicables a nuestros afanes cotidianos. Por ejemplo, nos viene al pelo estos días la relación entre dos personajes de esta obra. En concreto, Lady Maud, la hermana del conde Fitzherbert -o simplemente Fitz, para parientes y allegados-, y Ethel, la humilde sirvienta, hija de un minero sindicalista, que se convierte en su amante durante algún tiempo. Las vicisitudes de la vida y de la guerra logran que Maud y Ethel coincidan en la lucha política para que las mujeres puedan votar en las elecciones. Maud es liberal y se comporta como tal, pero también es aristócrata; una condición innata que, llegado el momento, se impone sobre cualquier otra consideración.

Viene este prolegómeno a cuento del deceso de la duquesa de Alba, Cayetana Fitz-James Stuart y Silva. ¿Una casualidad que también se apellidase Fitz? Sea como fuese, no puedo evitar una sonrisa cuando leo -y oigo- descripciones de esta señora que la encumbran como una aristócrata liberal. Hasta Alfonso Guerra -qué conservador y hasta monárquico se ha vuelto Guerra en los últimos años- ha dicho de ella, como un gran mérito, que se puso el mundo por montera. "Con 6.000 millones de euros eso también lo hago yo", me dijo ayer mismo un amigo. Un periódico progre de Madrid, al que tampoco le ha dolido dedicarle amplios espacios a la duquesa, cuenta que 3.000 sevillanos acudieron a su entierro. Habiendo tantos parados como los hay en Sevilla, amén de tanto gandul -a estas alturas de la película no merece la pena pensar demasiado en lo que es políticamente correcto-, pocos me parecen. Por eso prefiero la cifra de los exagerados entusiastas de doña Cayetana, que hablan de 100.000. Aunque en el fondo, ¿qué más da?

No importa tanto la cantidad sino la cualidad para definir la esencia de esta España llamada desde siempre cañí por quienes buscan eufemismos para sortear la realidad. Lo propio sería hablar de España rancia. De un país radicalmente anticlerical pero siempre en manos del curanganado. Nada tengo contra la religión católica -ni contra ninguna- siempre que quienes la practiquen lo hagan para sí mismos. En privado y hasta en público, si llega el caso, pero sin afán de imponérsela a nadie ni siquiera por la sutil fuerza de la costumbre. Un país también antimonárquico hasta la médula que, pese a ello, pierde el trasero por conseguir un guiño de los prebostes, sean nobles o plebeyos; no digamos nada ya de los monarcas. Un país atado a la pereza en todos sus estratos sociales que pasa hambre porque hay mucho desempleo, y no hay trabajo porque nadie está dispuesto a hacer nada para que lo haya. Ni los empresarios quieren arriesgar lo que ganaron durante la vorágine inmobiliaria, ni muchos trabajadores tienen demasiado interés en buscar curro porque sería de imbéciles levantarse al alba y apencar ocho horas -o las que sean- en el tajo a cambio de 800 euros cuando en el paro se cobran 600.

Esta España moralmente miserable, donde la norma ya no es la vergüenza y la decencia sino la corrupción y la procacidad, necesita que de vez en cuando le suceda algo a un personaje histriónico, como la duquesa de Alba, para caer en un compungimiento general que permite olvidar durante unos días las abundantes desdichas cotidianas. La misma España negra de siempre. La de una izquierda revolucionaria atemorizada ahora por un populismo que es aún peor, y la de una derecha vetusta con ministros que le rezan a la Virgen antes de ir cada mañana a su despacho. Nada tengo en contra de que le imploren a la Virgen o a Buda, lo repito, pero siempre que lo hagan en la muy respetable intimidad de sus creencias, no presumiendo de ello ni mucho menos utilizando esa condición para llegar al Gobierno. Me apunta otro amigo que a todos los bobos se les aparece la Virgen y a todos los sudamericanos un ovni. Así nos va a unos y a los otros.

Como diría Ortega, no es esto. Con estos mimbres nunca se puede tejer un país moderno. Ni siquiera se puede aspirar a pretenderlo. Si, como también sentenció Ortega, las ideas se tienen y se sostienen, pero las creencias nos tienen y nos sostienen, ¿a dónde pretendemos ir si nos ponemos a llorar como plañideras ridículas por la desaparición de una señora que, más que como una duquesa, siempre vivió como una marquesa? Ah, se me olvidaba; era veinte veces grande de España. Como si la grandeza se heredase. Llegado el caso prefiero la no menos chocarrera "grandeur" de los gabachos. La grandeza de este país está en los millones de trabajadores que se levantan cada día al alba -de albas va la cosa- para deslomarse a trabajar durante horas sin saber si al final de mes van a cobrar su salario a tiempo, o les volverán a devolver el recibo de la hipoteca. Que descanse en paz doña Cayetana, pues nada les debe España y los españoles ni a ella, ni a todos los que se agarran a arcaicos abolengos como el suyo.

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