Se llamaba Jeanne Annette -o algo así; no me acuerdo bien- pero todos la llamábamos Jeannette. Era de Texas, se había doctorado en Psicología por la Universidad de California en Los Ángeles y vivía con su marido en Hot Springs; una ciudad de Arkansas famosa porque en ella pasó su infancia y juventud el ínclito Bill Clinton, aunque él no nació allí sino en Hope. Jeannette sufría una enfermedad irreversible que la estaba dejando ciega a los 41 años. Los médicos le habían prohibido que viese la televisión y que leyese -la mayor tortura para una intelectual como ella era no poder leer- para retrasar un poco el proceso. "De todas formas voy a perder la vista", me decía resignada pero sin renunciar jamás a una sonrisa divertida. Hablaba español con un fuerte acento mexicano y aprovechaba mis visitas para refrescarlo porque en Arkansas, la verdad sea dicha, se pueden contar con los dedos de una mano los que usan la lengua de Cervantes.

Solía preguntarle por su antiguo trabajo en la Universidad y discutía con ella, hasta donde me era posible en mi condición de lego, acerca de que no era lo mismo experimentar con ratas de laboratorio que con personas. "Te sorprendería de hasta qué punto son coincidentes en lo esencial las conductas de los animales y de los humanos", insistía una y otra vez. Me detalló numerosos experimentos con roedores. Algunos los he ido contando durante estos años en estos artículos. De uno de ellos me he estado acordando estos días a cuenta de quienes dimiten, que son pocos, y quienes se quedan aferrados al poder, que son la mayoría.

Me hablaba Jeannette mientras paseábamos a la orilla del precioso lago que comenzaba en el patio trasero de su casa de una población de cobayas que convivían armónicamente. Una condescendencia mutua que empezaba a resquebrajarse apenas se les restringía el espacio, la comida o ambos elementos. Entonces las ratas se tornaban agresivas hasta el punto de devorarse unas a otras si las restricciones se prolongaban en el tiempo.

Con el permiso de Jeannette -qué habrá sido de ella- sigo creyendo que existen sobradas diferencias entre las personas normales y corrientes y los ratones de laboratorio. No obstante, he de admitir que en algunos comportamientos colectivos no nos diferenciamos mucho. Quiero decir que siete años de crisis -u ocho, según se midan- agobian mucho. Porque al margen de que los políticos renuncien cuando los han cogido en un renuncio, valga la redundancia, a la mayoría del personal de este país le queda poca tierra por donde correr. La precariedad, que es hija de la miseria, ahoga a España y aún más a Canarias. El mismo hacinamiento que convierte en violentas a las ratas lleva a algunos a utilizar cualquier recurso, por infame que sea, para buscar un hueco al sol en un patio dantesco caracterizado por el temor de quienes tienen trabajo a perder su empleo y por la amargura de quienes están en paro y convencidos de que, probablemente, nunca más volverán a tener un sueldo reglado.

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