Otra vez se ha demostrado la influencia de los medios en el comportamiento social. Un acto de violencia de dos grupos de ultras, seguidores de distintos equipos de fútbol, acaba en tragedia. Una persona golpeada violentamente que acaba flotando en las escasas aguas heladas del río Manzanares y luego muere, en Madrid. Los medios informativos le dedican un gran despliegue. Prensa, radio y televisión planean un día tras otro sobre las distintas aristas de una historia terrible. ¿Y qué ocurre? Primero, con agudo sentido de la oportunidad política, que es prima hermana del oportunismo, las autoridades deportivas y sociales activan una serie de respuestas verbales y jurídicas. A las palabras de condena siguen medidas sancionadoras contra los clubes que fomenten o toleren la violencia en el fútbol. Lo siguiente que sigue es que apuñalan a otro aficionado en otro partido de fútbol. Es el factor multiplicador que provoca la atención informativa.

Porque el mismo despliegue de atención de los medios que acciona un mecanismo de respuesta inmediata y en caliente de las autoridades tiene también un enorme efecto en las masas de violentos, que durante largos años han disfrutado de los privilegios de sus clubes de fútbol, han amenazado impunemente a jugadores, han calentado los estadios desde sus emplazamientos estratégicos y han estado a partir un piñón con algunos presidentes para los que han trabajado activamente en los procesos electorales. Esas masas de aficionados exaltados que los medios han buscado como hechos noticiables, sacándoles abundantes imágenes de sus pancartas y mensajes.

Resulta de un infantilismo estúpido pensar que tantos años de cultivo de la violencia se pueden arreglar en unos pocos días. El relato histérico y apresurado de los medios de comunicación sólo es aire que sopla en las brasas de quienes ven en las agresiones no sólo una manera de vivir -su vida gira en torno a esa violencia-, sino una forma de anónima notoriedad. Los quince minutos de fama de una sociedad imbecilizada.

Lo que nos queremos ocultar es que esta es una sociedad violenta. Es algo que mamamos de pequeños a través del principal vehículo de comunicación y formación de los niños: la televisión. Lo que queda de las familias tradicionales ha abdicado de la responsabilidad de educar a sus hijos y las nuevas fórmulas familiares sobreviven desesperadamente en un mundo estragado por las crisis, la movilidad laboral o las nuevas exigencias horarias. Los jóvenes se educan viendo películas que en los primeros cinco minutos acumulan diez muertos, una salvaje carrera de coches deportivos y diez nuevos insultos. Se educan jugando a videojuegos donde te dan puntos por matar, aunque hemos pasado de los alemanes y japoneses a los zombis o terroristas islámicos. Como decían nuestros viejos, las pencas no dan plátanos. Si eso es lo que les enseñamos, ¿qué esperamos después?

¿Qué esperamos si lo que nosotros mismos consumimos son programas de telerrealidad donde la gente exhibe su intimidad sin el menor escrúpulo, donde los iconos del comportamiento son gentes que se burlan de la formación, degradan la lengua y transmiten los valores de la frivolidad? ¿Qué esperamos si cuanto cultivamos con esmero son discusiones de tertulianos que se insultan, parlamentos donde los políticos se dedican palabrotas, huelgas con piquetes que agreden o manifestaciones que acaban rompiendo mobiliario urbano?

Que en esta sociedad violenta haya miles de personas que van a los estadios de fútbol a gritar e insultar no es una excepción. Es la regla. Se insulta en los semáforos. En las colas. En todos los rincones. El fútbol no es un planeta extraño. Es más de lo mismo. Ahora toca legislar a uña de caballo, tomar medidas extremas, castigar y perseguir a los violentos. Todo eso hecho a uña de caballo. Deprisa para salir en los titulares y actuar en caliente. Siempre estudiamos la noche antes del examen, que es, en términos generales, la mejor manera de suspender.