Un desagradable olor a podrido provocó que, en la madrugada del pasado martes, todos los vecinos saliéramos asustados a la escalera y -lo que es peor- en pijama. La bata de guata rosa en la que iba envuelta doña Monsi y el dos piezas estilo dálmata de María Victoria me dejaron sin respiración durante algunos segundos, lo cual agradecí, porque aquel tufo intenso a gamba descompuesta me había mezclado algunos órganos y sentí que el hígado me empezaba a latir.

-¡Que nadie suba al ascensor! -gritó la Padilla cumpliendo con sus funciones de subpresidenta-. Es peligroso cuando hay un incendio.

-Que huela mal no quiere decir que haya fuego -le corrigió Úrsula, que llevaba puesto un chándal Adidas de 1980 y unas cholas que le dejaban ver unos calcetines de color calabaza.

Al escuchar que podría tratarse de un incendio, María Victoria se volvió loca y empezó a gritar que su marido estaba en la cama y que no había podido despertarlo porque toma pastillas para dormir. La Padilla hizo un gesto de cabeza a Bernardo, Neruda y Tito, los hombres del edificio, que no se dieron por aludidos hasta que la mujer les dijo en un tono que fue subiendo: "¡Que vayan a sacar al príncipe ya de una vez, que se nos quema!". Los tres corrieron escaleras arriba como si les hubieran programado para salvar al mundo.

Mientras el grupo especial de salvamento entraba al piso de María Victoria, en el portal instalamos el centro de operaciones. Brígida sugirió que llamáramos a los bomberos, pero doña Monsi no le dejó terminar y dijo que ni se le ocurriera hasta comprobar qué era lo que pasaba realmente.

-La comunidad no tiene ni un duro para pagar estos servicios- contestó la presidenta desde dentro de la bata.

A la espera del rescate del bello durmiente, la Padilla nos encargó que intensificáramos el olfato para tratar de localizar aquel olor pestilente. Yo insistí en la idea de llamar al 112, pero la cabecita de doña Monsi surgió de aquella bata acolchada como los pollitos de la cáscara y me recordó que en aquel edificio mandaba ella.

Por fortuna, un ruido en la escalera nos hizo cambiar de tema. Escuchamos varios golpes y el timbre de alarma del ascensor.

-Pero ¿quién demonios está ahí dentro? -preguntó la Padilla.

Una voz de ultratumba resonó en todo el edificio.

-Somos nosotros -dijo Bernardo-. Nos hemos quedado trabados en el ascensor.

La Padilla dio un resoplido que de haber habido fuego lo hubiera apagado al instante.

-¿Qué parte de no cojan el ascensor porque es peligroso cuando hay un incendio no entendieron? ¿Eh?

-Es que don Alberto pesa mucho para bajarlo por la escalera -contestó Neruda.

Carmela, que entró en ese momento al edificio -porque ahora está llegando dos horas antes para prepararle el desayuno a doña Monsi-, nos encontró a todos con la cara lavada y en pijama y casi sale huyendo del susto. A María Victoria le entró un ataque de ansiedad al pensar que su marido se había quedado encerrado en el ascensor en medio del incendio y, como es habitual en ella, empezó a marearse.

-Carmela, coge el destornillador y ayúdanos a abrir la puerta del aparato -le ordenó la Padilla.

Carmela entró en el cuartito de contadores y un tufo a pescado podrido nos tumbó hacia atrás. María Victoria no superó el impacto y cayó al suelo desmayada.

-¡Ah! -dijo Carmela-. Ya sé qué es este olor. Es el paquete que nos trajo el italiano hace tres días como regalo de Navidad, pero, como yo estaba liada con la escalera, me despisté de avisarles. Son dos kilos de langostinos y un décimo de lotería a repartir. ¿No es hoy el sorteo?

Con el pijama remangado y sudoroso por la tensión, la Padilla no daba crédito a lo que acababa de escuchar y le ordenó que abriera de una vez el ascensor. Carmela giró el destornillador y los tres hombres salieron en tropel, dejando caer al príncipe como si fuera un saco de papas. Ni aun así se despertó.

@IrmaCervino

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