Quienes esperaban un discurso del rey Felipe VI similar al de su proclamación quedaron ampliamente defraudados. El primer mensaje navideño del segundo monarca español de la democracia fue previsiblemente correcto. La puesta en escena, impecable, presentaba a un apuesto joven que se ganó de calle gran parte del electorado sentimental sólo con su aspecto. Para el resto de la grey, algo insensible con la belleza externa, el fondo del discurso fue un poco decepcionante.

Le faltó frescura, naturalidad, cercanía. Le faltó romper con el corsé que los nuevos expertos de la comunicación le están imponiendo a las personalidades públicas; con tanto éxito que han logrado que casi todos suenen igual. Una excesiva formalidad, un texto una y otra vez ensayado, una serie de gestos perfectamente medidos...puro plástico para un país con un estado de ánimo que necesita un comportamiento más cercano y natural. Algo que resulte más creíble en un tiempo de descreimientos y decepciones.

La gente esperaba, con morbo, una alusión a la infanta. Pero quienes lo esperaban demuestran conocer muy poco la escasa capacidad de reacción de los equipos que asesoran a los grandes personajes del momento. El juez Castro decidió dejarle a la Monarquía un regalo de Navidad, la imputación de la Infanta Cristina acusada de lucrarse del dinero obtenido por su marido. La noticia se produjo apenas dos días antes del discurso. Escaso tiempo para ser ingerido y digerido por el sistema de tratamiento de calamidades del equipo de comunicación del Rey. Hubo una alusión genérica a la corrupción un mal que "debemos cortar de raíz y sin contemplaciones".

El jefe de un Estado estragado por la corrupción y la crisis económica tuvo un mensaje de ánimo para los que peor lo han pasado estos últimos años terribles. Pero sus palabras fueron lugares comunes. España ha descargado el peso del pago de la crisis sobre las clases medias y las pequeñas empresas. Ni en las formas ni en el fondo se ha dado ejemplo de sacrificio por las administraciones. La banca pública, en cuyos consejos se sentaban en alegre comanda políticos, empresarios y sindicatos, se tragó miles de millones de todos en pérdidas suntuosas y ayudas. La burocracia sólo ha sabido subir impuestos para mantener los gastos del poderoso Estado y sus salarios a flote mientras la sociedad se hundía en la depresión económica y se congelaba el consumo. Impuestos de diversos tipos se han subido hasta medio centenar de veces en los últimos años.

Felipe VI es un jefe de Estado que no tiene capacidad real de gestionar los destinos del país. Así que sus juicios sobre lo que está ocurriendo son realizados por un observador neutral y ajeno a la responsabilidad del gobierno de las cosas. De ahí que algunos esperásemos un poco más de profundidad, de compromiso con la realidad. Nadie le puede pedir que desautorice al Gobierno pero si que hagan un balance de lo que ha pasado en este tiempo de adversidades. Y el balance no puede ser demasiado bueno.

Hablar del encaje de Cataluña en España como un problema de sentimientos es de una superficialidad atronadora. Y poner el cariño como bandera de unidad, por encima del bolsillo, es propio de un cuento pero no de un discurso del siglo XXI. Faltó más Europa. Y es verdad que tenemos una estabilidad política como nunca en nuestra historia. Pero torres más grandes han caído. Flojo discurso, en fin.