No sé ahora mismo de ningún otro país donde la variedad e importancia de los sometidos a procesos judiciales sea tan elevado y ejemplarizante como en España. Los españoles podemos pasar la vida quejándonos, pero lo cierto es que en este país el que la hace tiene muchísimas posibilidades de pagarla.

La indignación del país por la corrupción es sincopada y compulsiva. Como un ataque de tos o asma. La sociedad muestra las actitudes más opuestas: de la total indulgencia a la indignación.

Recuerdo aquel glorioso enzarzamiento televisivo entre Jesús Gil y Gil con Julián Muñoz, acusándose de corrupción mutuamente en "prime time", de bolsas de basura con dinero que Maite Zaldívar confirmaba. El público español acaso se divirtió -y fue casi ayer-, pero nadie se escandalizó entre otras cosas porque se sabía y se toleraba. Cualquier personaje popular puede ser entrevistado y jaleado hasta su entrada en prisión, que suele ser el afortunado final gracias a las garantías legales del sistema.

Cuando vivíamos muy por encima de nuestras posibilidades, la corrupción política no suscitaba especial encono, y el enchufismo activo y pasivo (que son muchos más) en todas las administraciones, más comisiones, subvenciones, ayudas, eran verdaderas redes de múltiples beneficiarios. De esa tupida red también debería saberse.

Aunque los indulgentes españoles se hayan mutado en indignados, no parece fácil encontrar países en los que la hermana e hija de rey se siente en el banquillo, que ministros y altos cargos del partido gobernante vayan a la cárcel, igual que presidentes autonómicos, alcaldes tonadilleras, toreros, empresarios, sindicalistas, postcomunistas, que verdaderos tótem de regiones que gobernaron (Pujol) sean acusados, como divas de la ópera, que cantantes y presentadores muy "comprometidos" sean escrutados por Hacienda.

Los que han vivido de siempre a la sombre del poder y el dinero serán en principio los más proclives a la corrupción. Por meras oportunidades. Lo sorprendente es que esa izquierda que se atribuye tanta superioridad moral, incluso legitimidad de prédica y ejemplo, por estar alejada del poder y oportunidades, es la que mejor uso hace de sus pequeñas ocasiones. Basta ver los ERE y cursos sindicales, los cargos de IU y Podemos, que sin haber tocado poder aún ya vienen avalados por becas "ad hoc", relaciones internacionales de índole político económico, ajenas a cualquier fe democrática.

Entre Wyoming, sus prédicas y Hacienda acechándolo, y Thomas Jefferson con sus contrapesos y garantías, seguimos con este último.