La presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, Ángeles Carmona, lanzaba la semana pasada un reclamo sorprendente. Para ser sincera debo decir que no pude evitar -tampoco quise- soltar una buena carcajada (de esas espontáneas y sentidas) cuando leí su argumento, según el cual el piropo supone una invasión a la intimidad de la mujer y debe ser eliminado, aunque sea halagador. Y remata: "Nadie tiene derecho a hacer un comentario sobre el aspecto físico de la mujer". En una entrevista en un programa de Radio Nacional de España concluye refiriéndose a la situación de las mujeres en El Cairo, donde la venta de tapones y auriculares debe de ser un negocio seguro porque, según Carmona, todas las féminas lo llevan puestos "para no escuchar comentarios de este tipo".

Leído esto, inicialmente, como dije, solté una carcajada. Acto seguido me indignó un tanto que apelara al estado de la mujer en los países árabes para justificar primero la persecución y luego el exterminio del piropo (ya... ustedes se preguntarán, al igual que hice yo, cómo se consigue esto... ¿Se colocarán vigilantes en cada esquina para detener al piropeador? ¿Se almacenarán los piropos en alguna estancia especialmente diseñada para que "esas palabras" no se escapen? ¿Se erradicarán de nuestras mentes con una especie de inyección que nos haga olvidar el uso "indebido" de miles de vocablos?); luego, repensé lo que para mí representa el piropo (que hasta ahora había asociado al cumplido) y por último me pregunté: según la "observadora" Carmona ¿una mujer no puede piropear? Consulté entonces la Real Academia de la Lengua Española, que al piropo responde con otras dos palabras: lisonja y requiebro. Busqué lisonja ("alabanza afectada, para ganar la voluntad de alguien") y requebrar ("lisonjear a una mujer alabando sus atractivos"). Un tanto laberíntico el tema, porque, por una parte, sí que delimita su uso (¡ojo!, las mujeres ni hemos dicho ni diremos piropos), pero, por otra, no habla de un empleo ofensivo.

En fin, que terminé por acudir al mejor de los sentidos, el común, y descubrí que aún me quedan dos neuronas para distinguir entre el piropo y la ofensa; entre el halago y el mal gusto; entre el elogio y el agravio. Y que, ya que hablar por ahora es gratis, mucho antes de erradicar el piropo, particularmente empezaría por mutilar el insulto.